Woody Allen a la luz de la luna
El Bitter End es un un club nocturno de New York situado en el corazón de Greenwich Village. Allí solía actuar Woody Allen a principios de los años sesenta. Una de las noches Warren Beatty acudió a verle con el productor Charles Feldman. Disfrutaron de su actuación y Feldman le ofreció treinta mil dólares por el guión de una película que iba a titularse ¿Qué tal Pussycat? y en la que Beatty iba a ser protagonista. Allen pidió más dinero pero Feldman se negó. Llegaron a un acuerdo. Allen percibiría treinta mil dólares pero participaría como actor en la película. Luego ¿Qué tal Pussycat? tomó otros derroteros pero Allen comenzó ahí su relación con el cine. He aquí expuesta apresuradamente cierta prehistoria cinematográfica de Allen que con los años se convertiría en un cineasta de absoluta referencia formando parte de la propia iconografía del séptimo arte. Sus obras maestras son de dominio público: Annie Hall, Manhattan, la infravalorada Recuerdos, Zelig, Delitos y faltas, Desmontando a Harry etc.
Después de tantísimos años Allen sigue entregándonos su milagrosa película anual. La misma crítica que sitúa a la saga de Torrente en la senda del esperpento de Valle Inclán es la que describe las últimas obras de Allen como pasatiempos desganados cargados de ligereza. Allá cada cual. Yo he disfrutado de la levedad de Magia a la luz de la luna, quintaesencia del cine de Allen como ha sabido ver Jean Michel-Frodon en una certera reseña de la película que podemos leer en la revista Caimán cuadernos de cine de este mes. Jean Michel-Frodon conoce en profundidad el cine de Allen y otorga a Magia a la luz de la luna un lugar estimable dentro de su prolífica obra. Su última película es la lección reposada y luminosa de un maestro que conoce todos los entresijos del relato cinematográfico.
Detrás de la aparente liviandad de la última obra de Allen están los grandes temas de la vida, las grandes preguntas, la búsqueda de un sentido a la existencia que mueve a sus personajes principales como le sucede a este mago racionalista que encarna Colin Firth, enésimo alter-ego del cineasta. Allen se refugia en los felices años veinte, una época hacia la que siente una profunda atracción y en la que el jazz se erige en estandarte de toda una época. La Provenza es el territorio evasivo en el que se dirime el enfrentamiento entre fe y razón que plantea la película. Allen se apropia también de las formas y los modos expresivos que pertenecen a la comedia clásica americana, aquella que en cierta manera fundaron los incomparables Hermanos Marx y el maestro Lubitsch.
Magia a la luz de la luna es una película hermosamente frágil como los instantes de plenitud fugitiva que conforman una vida, como Emma Stone leyendo a Nietzsche mientras se balancea en un columpio. Woody Allen ama su oficio y ama sus personajes, se deleita en los paisajes y edifica una historia de amor en torno a dos seres antagónicos pero que terminan necesitándose. La poderosa secuencia del observatorio astronómico -previa irrupción de la lluvia- es deliciosa y muestra la química entre Colin Firth y Emma Stone, química que los críticos miopes han negado.
Allen persiste en su manera de mirar, de posarse en las cosas, de reflexionar sobre los asuntos vitales bajo un envoltorio aparentemente superfluo. El mundo de la magia y de lo oculto -tan presente por otra parte en su filmografía- le permite indagar en las propias cuestiones y controversias que atañen a la creación y ficción cinematográfica. Y con todos esos mimbres ha terminado esculpiendo con manos de artesano un himno vital y optimista tan incomprendido como buena parte de su filmografía de los últimos años.
Lo realmente hermoso es haber llegado hasta el cineasta de culto que hoy se contempla en el espejo, indudablemente más viejo y más sabio. El cómico hilarante que aplaudió Warren Beatty cierta noche en el Bitter End neoyorkino no cesa de escribir y filmar, de pensarse en películas. Magia a la luz de la luna supone una nueva demostración de su indiscutible vitalidad como creador.