Soñar
Este muchacho ha visto
la esencia de las cosas,
una tarde, entre sus manos
concretarse.
Presión de aquellos dedos
enrojecidos, de diamante,
al apretar la blanda
ilusión de materia.
Hay en su yema sangre
Y linfa de un camino
secreto que se abre
arriba, en la alta torre,
abierto a libre aire.
Sus ojos copian tierra
y viento y agua, que devuelven,
precisos, campo al reflejarse.
Su lengua—sal y carne—
dice y calla.
La frase se dilata,
en ámbito se expande
y cierra ya el sentido, allá en lo alto
—terraza de su frente—,
sobre el vivaz paisaje.
Queridísimo Jon, me acordé de este poema de Vicente Aleixandre cuando me sumergí en este hermosísimo Soñar que hoy me llena de orgullo presentarte, en este Cádiz trimilenario que recibía a tu padre en otro tiempo cuando venía a cantar al Cortijo de los Rosales con sus once canciones entre paréntesis debajo del brazo.
Me acordé de Aleixandre que se carteara con mi padre en tiempos de posguerra cuando el verso suponía una forma de resistencia frente a la negrura de una España fiera de heridas abiertas, de doliente posguerra estremecida. Me acordé de Aleixandre y de ese poema que pudiera retratarte y que pertenece a un libro llamado Ámbito porque Ambito es además el título del poema que sirve de pórtico a este libro tuyo – y ya mío- que te afianza líricamente en esa senda que abriste con Palabras invisibles.
Escribir como se es, alumbrar el poema, despojarlo de todo, adelgazarlo, hacerlo sonar íntimamente, disponerlo sobre la mesa, entonarlo, vivirlo, cobijarlo, medirlo hasta que el corazón de sus palabras y acentos nos entregue su latir misterioso y anhelante: “Ámbito, ensueño, tierra invisible, aire latente”.
Hablar de Jon es hablar de los momentos de amistad a los que se refería Jules Renard. Leo tus poemas y leo al amigo que compartió conmigo una inolvidable travesía cordobesa en una edición de Cosmopoética a la que acudimos invitados por nuestro común amigo Joaquín Pérez Azaústre, a la sazón prologuista certero de Soñar. Callejeamos, tapeamos, huimos de los poetas oficiales, nos abandonamos a la conversación cálida y profunda, buceamos en los rincones que abrazó líricamente el inolvidable Grupo Cántico y terminamos encontrando refugio en una de esas incomparables librerías de viejo, sintiendo el murmullo secreto del río cercano y la imponente caricia monumental de La Mezquita.
Yo me acuerdo de vez en cuando de aquella travesía compartida, del manojo de poemas que entonces ya me enseñaste, futuro alumbramiento, futuro ensueño versificado. La n que suena, la ñ que sueña, el eco de un titulo que vocea la precisa arquitectura de sus metáforas, las razones del canto, de la lluvia que empapa los cristales de la espera y del tiempo: “Tiene que llover la piel amanecida sobre la libertad…tiene que llover sobre la tierra y los olivos…tiene que llover verde (verde que te quiero verde) sobre un hato de sueños que escondo en el bolsillo”.
Se sueña mejor con los pies mojados nos dice Jon en uno de sus poemas. Las manos cantan –asevera en otro-. También cantan los objetos en los que se posa la vida, el temblor, el ansia, el pájaro de la memoria. En “La luz del pasillo” nombras la pasión reinventada de los viejos cuadernos por domar tigres en el rojo de la sangre y su memoria. Memoria del poema, de los espejos, de los abismos hacia donde se despeña el fulgor de una sonrisa de niño, de hechicero o de prestidigitador ambulante. El poeta divaga con palabras borrachas de anís y en sus ojos insomnes pesa el mundo y estremecen las imágenes de hombres y niños con sus grietas y el paseante melancólico y expectante que es Jon caza una musa por la Gran Vía madrileña y la invita a su casa. Es tiempo de amar o de pintar el huidizo deseo como lo pintaría Chagall en uno de sus cuadros.
Leer a Jon Andión mientras la ciudad duerme o se hace la dormida. Escuchar el sonido expectante del poema que el poeta adelgaza hasta alcanzar su esencia, su desnudez, el jugo perenne de los juegos malabares con las que se edifica un mundo de sensaciones. La destrucción, el vacío, el cuerpo que juega a soñar que flota, la noche, la inercia del verso de arte menor que resbala por la piel deslumbrante de la madrugada.
Llorar, penar, subir. Abrazar el verso poderoso del amigo, celebrarlo, estar aquí junto a él y contarlo, hacer sonar o soñar al unísono las campanas de la Catedral de Cádiz y las de la Catedral de Toledo y beber la libertad de un trago y exclamar contigo: “Cómo ser un gallo/ para volar por encima de la nieve/ agarrado a una botella/ que parece una lámpara de aceite”.
Mirarse en la música de los sonidos de este poemario enigmático, expresivo, simbólico, “de una intención ética convertida en lenguaje” –citando a Azaústre-. Pasa el aire inerte y me llena el café de sonidos de cosas que siguen, que son, que pasan. Las cosas sublimadas con su lenguaje escondido. Anoto tus versos en un cuaderno sobre el que mi hija traza su epopeya de infancia, los subrayo, los incorporo a este texto que te entrego emocionado esta tarde gaditana que nos reencuentra en el camino de la poesía y de la complicidad perpetua, amigo y compañero.
Amar el poema, convertirlo en carne de sueño, en deseo estallante: “Te deseo con el timbre de tu voz sobre mis manos, la frescura que tiene tu silencio y la forma de tus labios”. Las manos del poeta, las manos del sueño, las manos del relojero que rehace la vieja maquinaria de un reloj moribundo. Y la verdad complicada de llevar siempre a cuestas y el caracol que sueña y el asombro de los niños.
La palabra acecha al sueño dices en uno de tus versos. Y yo, querido Jon, ahora te la cedo, envuelto en la música mayúscula de tu libro por el que he caminado reconociéndome en la sonoridad, expresividad y audacia de tus poemas asomados al eterno territorio de la duda, de la interrogación, del cataclismo. Bienvenido a Cádiz, poeta del sueño y la quimera.