hierba oliendo a carne
Abro tu Hierba oliendo a carne, querida Raquel Zarazaga, y abrazo un mundo de mujeres transpiradas, habitadas por el verso que te circunda, que te late en los ojos y en los dedos que los poetas han de mancharse para que la vida asome en los pliegues de su escritura, a fogonazos o con la corriente de alegría de quien vive escribiendo o al escribir siente el trajín de la vida, su latido memorable. Y me acordé de Silvio Rodríguez y de aquella canción suya que tituló precisamente “Mujeres” y que decía: “Me estremeció la mujer que empinaba a sus hijos/ hacia la estrella de aquella otra madre mayor/ Y cómo los recogía del polvo teñidos/ para enterrarlos debajo de su corazón (…) Me estremecieron mujeres/ que la historia anotó entre laureles/ y otras desconocidas, gigantes/ que no hay libro que las aguante”.
Y tras pensar en Silvio, eterno trovador, fui emocionándome con el río de vidas sucesivas que tú entregas en estas páginas que para empezar se encomiendan al poeta mexicano Jaime Sabines: “La mujer no es una serpiente ni una flor. No tiene leche debajo de la lengua, ni miel ni nada: tiene saliva. La mujer es, afortunadamente, todo lo que quieras darle”.
“Ellas son la tierra, el fruto, la saliva…” canta Raquel amorosamente, con las alas abiertas de sus versos, con la carnalidad del fruto que cae a tierra en forma de poema y de suspiro. La palabra nos lleva lejos, rebusca en arcones, en viejos anaqueles, en memorias que custodian barcos encerrados en botellas. A Raquel la palabra viajera le lleva hasta Praga, a un parque de sueños infantiles donde Lucinka lleva un libro en la mano y lee o a Trinidad o a un café de París. Son relatos que cobijan almas, estampas de la vida, estampas de mujeres que bogan en las aguas de un recuerdo melancólico.
Amar y ser amada, romper como oleaje, como canción enamorada, ser mujer y no morir en los intentos, ser poema y convocar el misterio que irradia el verso que puebla los caminos. ¿De cuantos vientres, de cuantas sementeras no está hecha la tierra y sus caricias? Raquel nos pinta con su paleta a una mujer casada por desacierto para toda la eternidad y en las punas del Perú silba el viento por no llorar su destino. Y en Londres jornaleras del amor, merceras del lecho comercian con el paso de la vida en un poema que hubiese gozado nuestro Fernando Quiñones que sabía de los hervores que pululaban por la Calle de la Soledad Antigua.
Me miro en tu libro, Raquel, subrayo sus versos, anoto deslumbramientos y le digo a mi hija Candela –impaciente arrebol de cuatro años, mujer de mañana- que aguarde a su padre, que le deje cinco minutos para seguir trazando en la tarde las huellas de este hermoso poemario tuyo que ya es mío porque tú me has hecho el regalo de presentártelo. Y sigo y creo con Jorge Teillier –enorme poeta chileno- que los poemas se encienden como girasoles. Cada poema de este libro es una invitación, un río de amor que secretamente se derrama por el vientre de las musas. “Peregrinos/ tras tanta lucha nunca sabemos/ cuando a gustar convida/ el amor y su deseo…”.
Nombrar el deseo, ser mujer y no morir en los intentos. Qué hermoso el comienzo del vibrante poema “Naufragio”: “Tiñeron de negro los delantales/ y las enaguas…”. Qué hermoso rescatar palabras olvidadas, concentrar en ellas una atmósfera de otro tiempo que aún siendo lejano nos pertenece. Nos acordamos entonces de esa prenda de vestir femenina llamada enagua y de toda su música escondida, la música que guardan las palabras, la música del poeta que les da cuerda, infinita cuerda como un relojero adueñándose del tiempo fugitivo.
Raquel ha logrado conmoverme con este libro de mujeres que se escapan de cuadros, de monjas muertas, de sacerdotisas del sexo, de lobas o esclavas risueñas que a su modo conforman el ruido del mundo, el vasto vaho de los espejos, el murmullo de la vida que lo mismo atraviesa febril y solícito los burdeles que las celdas conventuales o que incluso se inmiscuye en los silenciosos cementerios como el de Montparnasse donde duerme el sueño eterno un pequeño gorrión que decía no arrepentirse de nada (Edith Piaf in memoriam).
Y los vientres de las dulces en el amor parieron hijas. Y Raquel parió estos versos en los que habitan cuadros de luz inveterada como las Muchachas en la ventana de Murillo (“En telares de sueños quedó la luz prendida..”) o La lechera de Vermeer (“Sin sombra de premura/ con sostenido pulso escancia la leche/ mientras el pan recién cortado espera…”). Porque al fin y al cabo somos ese tazón de leche, ese desayuno que nuestra madre atentísima, desvelada, disponía sobre la mesa en la edad de los juegos, lejos aún de los primeros poemas que se sorben a la intemperie o de las primeras heridas que vienen con las primeras lluvias.
Mujeres: las que velan por nosotros, las que nos dan la vida, las despreciadas, las perseguidas, las injuriadas, las golpeadas, las los pies descalzos (Cesaria Evora in memoriam), las que pasan como un rayo por la calle de nuestra memoria con un perfume embriagador y altos tacones de fiesta, mujeres de posguerra, de cine, de ayer y de hoy, de siempre, mujeres-poetas como Carmen Conde que le cantó a Gabriela Mistral (Gabriela, oráculo de sino/ tu tristeza es un manto de espesuras…”. Mujeres-poetas como Raquel Zarazaga o como aquella Frida Kahlo que pintaba poemas, Venus azteca: “Trasgresora, valiente, feroz, herida, desafiante…”.
Hierba que huele a carne, poema que se enuncia, que se vierte, que se anuncia, que funde en un mismo arenal al pescador de atunes de Mindelo al que imagino conversando – y no por whatssap- con el pescador de caballas que otea el horizonte en La Caleta de Cádiz, desde Mindelo a Bilbao y de Bilbao hasta Cádiz.
“El mundo está hecho para amar y sufrir” canta Raquel. Pero entre la astilla y la llaga siempre hay un lugar para encontrar la paz, el sosiego, el equilibrio, las medidas del amor, de la esperanza y del prodigio. Sepan ustedes abandonarse a esta geografía emocionada de mujeres y sueños que es Hierba oliendo a carne. Un poemario palpitante de pequeños mundos dentro del mundo. “Me estremecieron mujeres/ que la historia anotó entre laureles/ y otras desconocidas, gigantes/ que no hay libro que las aguante”. Muchas gracias.