El Templo de carne de Aute
Templo vino a ser en la discografía de los ochenta de Aute como una bofetada a la industria, uno de esos discos que reflejan la querencia de Aute por situarse en los márgenes, como un cantautor outsider que quiere huir de la senda trazada. ¿Para qué el éxito de las plazas de toros atestadas? ¿Por qué no arriesgar la canción y jugarse el verbo hecho carne? Aute buscaba en Templo una exploración religiosa cargada de heterodoxia, de simbología, que estaba ya preanunciada en su obra anterior, en destellos certeros como “El universo” que Aute había grabado en el disco Nudo de 1985. Digamos que “El universo” antecede a la poesía que Aute derrama en de Templo de carne, prologada por Fernando Savater, en 1986, entonces filósofo referencial.
El disco Templo lleva a la canción el verso pasionista de Templo de carne. “Disuelto en tus entrañas/ de líquidos secretos/ desentrañaba el Nudo/ de Dios y su misterio” cantaba Aute en “El universo”. Y en “Cada vez que me amas” de Templo, Aute vinculaba el amor con un milagro: “Tus manos, cuando me tocan, curan/ mis heridas más invisibles”. Búsquese la versión grabada en el disco Mano a mano con Silvio Rodríguez que demuestra, que al menos esta canción rompía ligeramente la propuesta hermética de Templo, sin ningún single potencial.
Aute nos entrega en Templo su particular Capilla Sixtina cantada, buscando sacralizar lo humano. Entrega un doble disco tan suicida como apasionante. Templo viene a ser la carne y el espíritu entrelazadas, es el eco de la Semana Santa de Sevilla que Gonzalo García Pelayo le descubre, es Cristo descendiendo de la cruz y es la saeta cavilada en un balcón.
Aute había ofrecido dos exposiciones pictóricas de títulos muy elocuentes: una la había titulado Pasión y la otra Templo. Un disco conceptual como Templo venía a fusionar los distintos universos artísticos de Aute, la poesía con la pintura y esta con la canción. Explica su manera de entender el arte religioso, no tan alejado de aquel Éxtasis de Santa Teresa de Bernini.
En su casa madrileña Aute me insistió que Templo era su mejor disco, pese a ser una obra inacabada, sobre la que se estaba escribiendo hasta una tesis doctoral:
“Es un disco inacabado. No me lo dejaron terminar. No son canciones. Son poemas escritos en verso libre de tamaño variable que escribía a partir de una serie de pinturas que fueron de una exposición que hice llamada Templo. Escribí los poemas sin pensar en la música, a partir de las pinturas. Pensé que quería hacer un disco distinto: un estuche con reproducciones de las pinturas, los poemas y luego el doble vinilo. La idea era hacer un disco de lujo para minorías y dijeron que sí. Pero según iba grabando me fui extendiendo en la grabación y apareció el director de la compañía y me dijo que el disco salía como estaba. Salió en bruto”.
Luis Mendo también me recordó la importancia de Templo, el primer disco que él tuvo la fortuna de producir:
Templo ha de entenderse como un disco de ruptura poética, buscar otro mundo mucho más místico, esa mezcla de misticismo y de erotismo que podía advertirse en las figuras religiosas, de los imagineros españoles, de los pintores. Yo creo que pretendió buscar otro mundo. Fue un disco muy difícil. Yo estoy orgulloso porque fue el primer disco que produje de Eduardo ya que pensamos que Gonzalo García Pelayo no iba a entender el concepto del disco. Era un disco muy loco y muy anticomercial. Las canciones eran como letanías, poco comerciales según el lenguaje que manejan las discográficas. Recuerdo el día que yo fui con el disco a llevarlo a Ariola para que lo oyera el director. Las caras que ponía el director al escucharlo no las olvido. Pero obviamente un artista como Aute grababa lo que le daba la gana y no se discutía.
Templo se edita en 1987. Tiene algo de aquel -no menos suicida- Sarcófago de los setenta. Es un disco libre, sin ataduras, experimental, rara avis en la historia de nuestra canción de autor.
El poema “El verbo se hizo carne” abría el libro y el disco. La introducción instrumental ya revelaba que Aute, en este trabajo, no se lo iba poner fácil al oyente. La primera voz que entra en el disco no es la de Aute, sino la de la actriz Natalia Millán que se dejaba ver por los ambientes culturales de Malasaña y por la legendaria sala Elígeme donde una noche podías encontrarte tocando a Sabina y otra a Suburbano. Ese Madrid febril de las movidas, del desencanto, de las muchas músicas cruzadas es también el Madrid de Aute. En Templo está otro outsider, Ricardo Solfa, que ya no se llamaba Jaume Sisa y cantaba en castellano, presentándose de esta guisa en 1986 en las páginas de El País: “El cantante Ricardo Solfa lleva un ritmo de crecimiento inusual. Nació, según sus palabras, hace tan sólo 12 meses, y en su primer año de vida ya se afeita; mide cerca de 1.80 metros; tiene el servicio militar cumplido; sabe leer, escribir y las cuatro reglas fundamentales, e incluso ha viajado al extranjero en busca del amor perdido. Cuando la gente trata de identificarle con Jaume Sisa, cantautor catalán retirado ahora hace dos años, se indigna y niega furiosamente que sea él. Solfa ofrecerá su debú en solitario en una sala de la modernidad madrileña dentro de pocos días».
En Templo está Luis Mendo, clave para entender el Aute de los ochenta, pero también Carlos Montero, que regresa al cometido de los arreglos de cuerda tras años de no formar parte del entorno musical de Aute. La relación de músicos da idea de la entidad del proyecto y de quienes le dieron la sonoridad precisa, no exenta de alguna concesión inevitable al momento: José Luis “Billy” Villegas al bajo, Bernardo Fuster a las percusiones, Alejandro Monroy y Caelo del Río al piano y teclados, Tino di Geraldo a la batería y Javier Paixariños al saxo. También está como técnico de sonido Carlos Martos Wensell. Aute les da su sitio en la carpeta interior de Templo. Los músicos y Aute muestran en estos años una complicidad absoluta que va del estudio a los escenarios.
En este disco hay cabida para una quinta aleluya cargada de imágenes pasionistas. Hay brevedad amorosa en “El sagrado perfume” y tambores de Semana Santa en la extraordinaria “No soy digno” en donde entra la saeta cual relámpago y la guitarra expresiva y andaluza de Manolo Sanlúcar. Templo se mece en lo litúrgico, en la propia travesía de los místicos como si San Juan de la Cruz se pasara por el estudio a tomarse unas cañas con Luis Mendo:
(…) No soy digno, mujer,
no soy digno
de entrar en tu morada:
es vientre la mar para el pirata
no para el viento que besa
su bandera.
No soy digno, mujer,
no soy digno
de entrar en tu morada;
lo haría, únicamente,
si me lo pides
indignada.
No soy digno, mujer,
no soy digno
de entrar en tu morada
si me amas, como yo te amo,
sobre todas las cosas.
En “Éxtasis de ángeles caídos” Aute nos canta: “Acudo a tu templo de carne/ como quien va a misa”. Y ahí queda el título del poemario que desemboca en el disco donde se nombra el infinito, de manera clamorosa, como en “No la boca sino el beso”. “Alma del amor/ contra amor del cuerpo”. Ahí queda todo resumido. El cuerpo memorable y el alma, la música sacra, el motete, el ángelus, la carnalidad y la libido, el sexo y la muerte, la virgen y la ramera.
El doble elepé continuaba con la cara A del segundo volumen. Templo de corazón onomatopéyico en “Pumpum, pumpum”, de oraciones cantadas y plegarias encadenadas como las que conforman en este orden “Irreversiblemente”, “Tengo sed”, “Por donde levitas” o “Tu sueño eterno”. En esta última Aute proclamaba que “son infinitos los celos/ que me despierta la calma que te penetra/ y posee cuando yaces/ dormida…”. Dios deseado y deseante, como ese amor, palabra, mil veces repetida, resonando cual letanía. «Cada vez que me amas es un milagro…». Dios como poemiga, como lágrima de sangre, Dios en los pinceles como la mujer habitada, deseada, convertida en canción. Dios de carne y hueso suspirando en la cruz. Heterodoxia palpitante.
Templo, disco de rompe y rasga de Aute, teológico y carnal que clausura su misa-canción, heterodoxa y alegórica con “Al fin” y con “Transfiguraciones”. Templo o el disco-milagro de un artista infinito.