El oficial y el espía
Recuerdo haber visto Lunas de hiel en un cine sevillano. Me reconozco aún en aquel muchacho un tanto perdido, cinéfilo, universitario de apenas diecinueve años. Roman Polanski suponía para mí una de las cumbres de ese cine que buscaba en las madrugadas televisivas donde descubrí hipnotizado El baile de los vampiros -oh, Sharon Tate- El cuchillo en el agua, Repulsión o El quimérico inquilino. También me perdí en la trama de Chinatown, en Tess, cobijándome algún verano de quietud maravillosa en la obra de Thomas Hardy y en el rostro de Nastassja Kinski.
Supe también, tempranamente, del Polanski oscuro, perseguido, vilipendiado, porque la vida tiene luces y abismos insondables. Pero viendo El oficial y el espía me volví a dejar llevar por el cineasta poderoso, narrador elocuente, el mismo que me conmoviera en otra sala de cine de mi memoria viendo El pianista y aquel gueto de Varsovia de la infamia nazi. ¿Puede ser alguien a la vez ángel y diablo? Puede, claro que puede.
Recuerdo aún la lección de historia aprendida en un lejano COU con el caso Dreyfuss y el J’ accusse de Emile Zola subrayados con fluorescente amarillo en la página debidamente marcada. En cierto modo Alfred Dreyfus seguimos siendo todos, apedreados por los bárbaros, por los inquisidores, por el puritanismo de las derechas y de las izquierdas que quieren que sobre todas las cosas pienses como ellos, sin ejercer tu derecho al librepensamiento.
El judío Dreyfus en la isla del diablo y el coronel Georges Picquart buscando la verdad frente a un sistema corrupto y antisemita. Polanski no carga las tintas. No se le va la mano del relato. Lo controla, y en esta manera de conducirlo, de acariciarlo, algunos han querido ver falta de energía. Pero los grandes cineastas, a estas alturas de su vida, no necesitan subrayar, se despojan del ruido alborotador de los movimientos de cámara y de los excesos.
Polanski filma en El oficial y el espía con una delicadeza absoluta. No apela a la emoción de una manera fácil. Expone magistralmente un caso real que no deja en buen lugar a quienes condenaron a Dreyfus, aún sabedores de su inocencia. A Polanski le bastan la sobriedad interpretativa de Jean Dujardin, la irreprochable ambientación y la música de Alexander Desplat. Le basta posar la cámara y ofrecer una lección de cine sobre la calumnia del poder y una definición de patria, nuevamente, como refugio indudable de canallas.