Presentación de Una habitación en la tormenta de Josela Maturana

Amiga Josela, dos puntos:
Me gustaría abrazar este libro tuyo como se escribe una carta, una de esas cartas que ya no se estilan ni escriben, que ya no dicta el corazón a primera hora de la mañana, escritas a mano, como las que solía escribir Luis Eduardo Aute, que aún creía en el valor de la palabra trémula del intercambio epistolar, o como aquellas otras muchas cartas que solía cruzar mi padre con los poetas de su misma generación, en años de posguerra, cuando abrir el buzón era encontrarse con versos propiciados por la amistad poética, que solían leerse en un café, mientras caía la tarde lentamente en la ciudad habitada.
Pongamos que dentro de esta carta pongo tu libro y pongo también la primavera entera, la Doña Primavera del verso de la chilena Gabriela Mistral, loca de soles y loca de trinos.
Pongamos que hablo de tu libro epistolarmente, que lo abro, que me acompaña, que lo subrayo con deleite, que dialogo con él y que luego te escribo estas palabras para con ellas exponerte el sentimiento que me ha propiciado su lectura. Pongamos que al cerrar los ojos la poesía se sueña, se adhiere a nuestra piel, canta con nosotros una canción infinita, rebosante de luz.
Pongamos que te entrego la carta y con ella el corazón. Y que la encabezo con estas palabras: Impresiones del libro de poemas Una habitación en la tormenta de Josela Maturana. En Cádiz, un día de floreciente mayo de 2022, una vez superados los rayos y truenos pandémicos.
Entre cuatro paredes fijaste los destellos de una poesía, que ya nos enseñó el poeta, debiera ser ahora y siempre palabra en el tiempo. La poesía que al escribirla suele redimirnos y protegernos de los días tormentosos. Poesía para alzar el vuelo y atravesar los muros de la incertidumbre, para descorrer la cortina del confinamiento y buscar el sol. Poesía que viene de lejos, que es fuente y azar, memoria y temblor, recuento y canción.
Has escrito, Josela, un libro que traspasa, que permanece, que es hondo como una soleá cavilada en el profundo gesto de la madrugada. Te leo y me dejo contagiar por estos versos que no requieren de mascarillas, de geles hidroalcohólicos, de emergencias sanitarias. Versos sanadores para comprender la fragilidad del mundo. Para comprender nuestra propia fragilidad.
Una habitación y una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, pero que es también un lienzo que al pintarse retrata esa verdad que guardan en su interior los poetas verdaderos. Mientras sorbo lentamente el café, escribo esta carta, escucho el viejo rumor del oleaje y escojo versos definitorios de esta aventura lírica encerrada en un libro, el tuyo.
Hay poemas de una vibración muy especial como “Sanación del carmín”. Busco, al leerlo, a mi madre, aún joven, pintándose los labios frente al espejo, mientras el niño que fui la observa desde esa atalaya ruidosa de un paraíso indescifrado. ¿No fue acaso mi madre joven? ¿No fue acaso carmín en noche de verano? ¿No es acaso el poema un instante infinito que se salva de morir en el olvido?
Hay poemas que bien valen un libro, o que tiene uno de la sensación que lo explican, lo comprenden, lo contienen. Tu libro, amiga Josela, está repleto de estos poemas rotundos. Pero “Sanación del carmín” me parece uno de los más especiales. Por eso mismo lo hago mío y lo proclamo esta tarde jerezana en la que digo contigo:
El poema enjuga
por los cuatro costados
nuestra jadeante mudez
“Jueves Santo” es otro poema de rotunda evocación. El poeta y la poeta saben de la palabra curativa y del recuerdo que el verso relampagueante atesora. Invoca a Lope, las blandas arenas vestidas de mar de la memoria con el ejército níveo de las medusas. “Esparcido el cabello por la espalda/ que fue del sol desprecio y maravilla…”. Ahora es a mi padre al que contemplo frente al espejo. El agua, la espuma de afeitar, la radio matinal y un verso de Lope que se le escapa de los labios cantores, un viejo verso declamado en alguna conferencia de las muchas que ofreciera en los años cincuenta cuando yo todavía no estaba en su pensamiento.
Avanza mi carta, querida Josela. Sigo dentro de la tormenta perfecta de tus versos, de ese largo poema que crece como el cabello, ese cabello que se ondula y a veces también se enreda.
“Tuve un patio donde el huerto creció para el poema”
El poema y su verdad. El poema y su temblor. El poema y su carne. El poema y su latido. Escribirlo, aunque el mundo se desplome. Revelar el instante chorreante de vida incluso sobre un puente de aguas turbulentas.
La habitación sellada, el quinteto afiebrado, la cinta escarlata, el sueño que se sueña, el vals de los contagios. La poesía que respira en la piel de quien la escribe. La sinfonía de los versos suspirados. El rumor del oleaje fuera. Dentro la casa, la circunstancia y el acorde del poema que abraza la vida.
Gracias Josela por entregarme la luz de tus poemas. La carta que te escribo ha de llegar al final, ha de buscar tu buzón. Antes de que eso ocurra quisiera dejar constancia de algunas historias particulares que recorren tu libro, como la de esos seres anónimos que son parte también de un relato anclado a los días de confinamiento.
Berta, Manuela, Pedro, Miguel y Carmen son parte de este libro revelador y milagroso.
Escribes apasionadamente, porque no debe haber otro modo de entender la escritura: “Amo la educación sentimental/ que sabe escuchar más allá del deseo/ lo entrecortado y lo definitivo…”. En los tiempos que corren la declaración de amor que recorre un poema como “Destemplanza” es digna de encomio. Buscar en el otro un modo de salvarse, a través de la palabra, del abrazo, del gesto o la mirada.
Saber mirar. Ese es el secreto de la buena poesía. El ojo descifrando el mundo y sus latidos. La muchacha confinada, la fiebre, la palpitación, el vértigo y el canto. Son otros modos de cobijar las palabras para llegar a ese limonero final que irradia luz y esperanza. “Al limonero voy porque él me esperó”. Saco punta al lápiz y subrayo. Manías de lector. Subrayar como si con ello apresara mejor el verso que me conmueve.
Cierro tu libro, Josela. Dulcemente. Como se cierra un cofre. Termino la carta que no quisiera que amarilleara el tiempo antes de tiempo.
He viajado por tu verso afiebrado, desconfinado, y hemos salido juntos de esa habitación y de esa tormenta. Bailemos el tango de la vida recuperada, del verso por delante, del sueño que nos queda.
Hemos alcanzado la luz. Hasta hemos quedado para tomar un café y te he preguntado si te ha llegado mi carta en la que me quedé a vivir dentro de tu poesía. Esta carta que te he escrito y que hoy te leo y que es consecuencia de la lectura de tus versos.
Te saluda con cariño.
Luis.
Fundación Caballero Bonald 16 de junio de 2022