Noche de vino tinto (1966)

Un hombre y una mujer atraviesan la noche como si no hubiera un mañana. Vienen de perder el amor y se entregan al momento presente, a la copa de vino rebosante en el vaso de cristal. Son dos seres tambaleantes, que huyen de sí mismos y van de tasca en tasca para desentrañarse. Él es Enrique Irazoqui, barcelonés, nacido en 1944, con experiencia en el cine italiano tras encarnar a Jesús de Nazaret en El evangelio según San Mateo de Pasolini. Ella, apodada la viajera, es Serena Vergano, actriz italiana, milanesa para más señas, a la que el cineasta Alberto Lattuada descubrió cuando era una adolescente. Ahora vive en Barcelona tras enamorarse del arquitecto Ricardo Boffil, durante el rodaje de El conde Sandor en cuyo reparto figuraba Paco Rabal.
La película a la que me refiero se tituló Noche de vino tinto y arrancaba con este texto fijado a la pantalla: En cada mujer, están todas las mujeres. Aquella cinta venía firmada por un cineasta portugués, José María Nunes, que había nacido en Faro en 1930, el mismo año que nació mi padre, aunque esto pueda tener escaso valor para el lector de estas líneas. Para mí lo tiene, evidentemente, porque los natalicios y las fechas importan.
Noche de vino tinto era una muestra muy estimulante del cine de la llamada Escuela de Barcelona, inspirado en la modernidad cinematográfica que impulsó la Nouvelle Vague. Serena Vergano se convirtió en una de las presencias fundamentales de aquel cine, en uno de los rostros femeninos de la modernidad. Noche de vino tinto no puede explicarse sin ella, desde el mismo momento en el que la cámara la escruta en un apartamento donde espera infructuosamente a alguien con el que se ha citado. Se quita las botas, se desviste, se peina, se recoge el cabello. Todo ello con el uso de la elipsis como recurso cinematográfico.
El tiempo pasa y la cita se desmorona. Intuimos, entre los objetos del apartamento, un disco de Narciso Yepes. Nunes envuelve la espera con una música machacona. También advertimos la desesperación creciente del personaje que interpreta la actriz italiana. La historia de su amor ha terminado. A retazos, y en flashback, Nunes aporta detalles de esa relación extinguida. Serena, es decir su personaje, deja el apartamento del encuentro furtivo. Y busca en la noche una respuesta a la desolación. Enseguida va a encontrarse con otro ser a la deriva, al que interpreta Enrique Irazoqui. Los dos van a iniciar un viaje por el corazón de la noche barcelonesa, de tasca en tasca, con el vino rebosante en la copa de cristal.
Suena música del momento, de Los Mustangs a Los Gatos Negros. “Si me deja voy con usted hasta ese último cielo suyo” dice ella. “Sin preguntas, sin recuerdos, sin nostalgias, naciendo ahora” dice él. La noche es un viaje sin voluntad de regreso, sin voluntad de amanecer. La copa de vino rebosante se alza y se bebe a pequeños sorbos. El don de la ebriedad y de la palabrería.
Noche de vino tinto fue uno de los primeros proyectos de la productora Filmscontacto, creada por el director Jacinto Esteva. Nunes era hombre de confianza para Esteva. Vergano e Irazoqui no eran los actores inicialmente previstos. Nunes había pensado en Nuria Espert y en Julián Mateos a quienes cabe imaginar también perdidos por la noche barcelonesa. El caso es que Noche de vino tinto deviene en piedra fundacional de todo un movimiento, aunque este naciera con Fata Morgana de Vicente Aranda en 1965. La película de Nunes destaca por la libertad que desprenden sus imágenes y que tiene que ver con la condición de outsider del cineasta portugués, un desclasado, sin pedigrí, pero dueño, por eso mismo, de una sinceridad absoluta que se respira en cada plano de su película. No importa que Irazoqui sea un actor escasamente dotado para la interpretación. Nunes le dice que parlotee sin sentido, que será convenientemente doblado. Azar, nocturnidad, alcohol. Tal como apunta Casimiro Torreiro en su reseña de la película para el libro Antología Crítica del Cine Español (1906-1995), edición de Cátedra y coordinación de Julio Pérez Perucha.
No importa el fárrago, sino la verdad de esta película desnuda, atravesada por un puñal. Un hombre y una mujer como dos soledades andantes que tratan de descifrarse. El nuevo día restituirá el orden, al menos en apariencia, pero antes de asumir el fracaso los protagonistas de Noche de vino tinto quieren tentar la suerte, evadirse y encontrar sentido a sus propias vidas. Se desplazan, rememoran, contemplan grupos y reyertas callejeras que les salen al paso. La cámara de Nunes registra también, aunque efímeramente y con idéntico sonambulismo, el trasiego de la ciudad diurna, cuando el personaje de Serena Vergano evoca su escapada a Barcelona desde la estación de Vic y su rebeldía contra los códigos de comportamiento burgués impuestos por su propia familia.
“Vete lágrima”, le oímos decir al personaje de Irazoki. Podría ser el título de un bolero. La noche puede ser oscura y flamenca a un tiempo. Otra secuencia antológica es aquella de los andaluces errantes que tocan y bailan en un tablao. El hombre y la mujer buscan el sentido de un arte misterioso, ancestral, hipnótico, antropológico. Las miradas de Vergano e Irazoqui interrogan lo que ven. A medida que avanzan en la noche, que vagabundean, callejean y sueñan, se hace más perceptible el fracaso y el tedio existencialista que les sacude.
En otra secuencia el hombre y la mujer se cruzan con un grupo de artistas bohemios en otro bar. Hay un pintor al que alguien le pregunta que tal lleva su último cuadro. Y en otro momento aparece el escritor que escribe, con un aire a Carlos Barral, que dice va a presentarse al premio Biblioteca Breve si no fuera porque el plazo de presentación de originales ya ha terminado. En el grupo de bohemios taciturnos se vislumbra a un tipo larguirucho, con gafas de sol, que podría ser una versión del poeta Gabriel Ferrater del que releo en estos días su antología Mujeres y días. Ferrater podría ser otro ser nebuloso que alza un vaso de ginebra en un garito de la noche barcelonesa.
Noche de vino tinto compendia lo incierto. Es un viaje radical al desarraigo. Es un hombre y una mujer que tratan de reconocerse el uno en el otro, pero solo reconocen aquello que dejaron atrás y por donde sigue sangrando la herida. Suenan, de pronto, unas campanas. El personaje de Irazoqui le pide a la viajera que le acompaña, que no las escuche. Que la noche no avance. Todo se mezcla, vaporosamente, el amor de antes, el beso de antes, mientras suena el chorro de agua de una fuente. Más vino tinto. Más noche. Y un piropo desmedido, vulgar, y Nunes filmando a Serena Vergano paseando insinuante, desprendiéndose de su abrigo, para mostrar sus brazos desnudos y la sugerencia de su andar por una calle desierta.
No deja de sorprender, vista en nuestros días, y si entendemos el contexto, una película tan abiertamente descarnada como Noche de vino tinto. Una oda a la noche como huida absoluta de la realidad en la que un hombre y una mujer buscan desentrañarse a sí mismos, hasta darse cuenta de que no son el uno para el otro, sino todo lo contrario. Trazan con sus cuerpos y sus gestos bañados en vino las señales de una huida hacia delante, empinando el codo en tascas y tabernas de una Barcelona absolutamente marginal. Del vino tinto a la ginebra, atravesando el corazón mismo de la noche, hasta que el amanecer devuelve a cada cual a su lugar. Él, despertándose legañoso, resacoso, en un banco de la ciudad. Ella de regreso a la estación al lugar de donde vino. Y todo lo sucedido como si hubiese sido parte de un extraño sueño que Nunes ha filmado con voluntad autoral. Ese Nunes de ideología libertaria, rara avis de la Escuela de Barcelona, que algunas veces se dejara ir por la barra del Pub Tuset de Barcelona para conversar con otros compañeros de aquellos que se propusieron ser Mallarmé y apostar por la modernidad cinematográfica.