
Estamos hechos de tiempo, somos el tiempo consumido y el tiempo que aún nos queda por consumir. Las horas conforman nuestras heridas y nuestros fulgores. Viendo Boyhood, la fascinante película de Richard Linklater reflexionamos sobre el tiempo que erosiona rostros, que teje y desteje, que urde su particular trama de espejos sucesivos en los que nos miramos y comprendemos que ya no somos los mismos que fuimos.
Doce años en la vida de un niño y una cámara registrando sensaciones y emociones. Tan sencillo como sublime. Una película de una grandeza absolutamente inusual y nada pretenciosa. Un ejemplo de cine con mayúsculas, de milagro lírico porque una reflexión de esta naturaleza tiene mucho de poema vital.
Del niño que juega al hombre emergente que empieza la vida universitaria. Y entre medias la vida azarosa, los trasiegos familiares, los nudos que nos atan, el padre y la madre que son testigos de esa luz cambiante, de ese tiempo que va quemando etapas. Y uno piensa en Antoine Doinel y en los distintos rostros de Jean Pierre Léaud y piensa en su hija que crece, que es rostro cambiante, sueño creciente, vida al encuentro de otras vidas, de otras formas de ser que habitan en un mismo cuerpo.
Linklater ha sabido construir un retrato ejemplar y único de la adolescencia. De alguna manera Mason somos nosotros mismos que vamos advirtiendo cómo ese niño va transformándose en la pantalla, atravesando las distintas etapas de la adolescencia con sus incertidumbres e inseguridades. La película no se desliga de la poética del ser y del devenir que el cineasta dibujó en su trilogía formada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer. La presencia de Ethan Hawke refuerza esas relaciones entre ese corpus y el que revela esta pequeña gran obra, pequeña -en el mejor sentido del término- por su forma de dibujarse, de entregarse al espectador, sin grandes subrayados, sin giros narrativos ni grandes sorpresas.
Lo que Linklater ha buscado es dejar constancia de las voces y los ecos que nos sustentan, de ese gesto, de esa búsqueda, de ese sentimiento que suele configurarnos. Antonio Machado afirmaba que la poesía era palabra en el tiempo. En Boyhood hay mucho de esa percepción temporal que personifica Mason con sus cuitas y alegrías cotidianas al que de pronto vemos encontrando en la fotografía una forma de registrar el latido fugitivo del tiempo, su propio latido.
Lo más importante de Boyhood es la verdad que dibuja en la pantalla, el alcance emocional de esa verdad, sin necesidad de imposturas, de trucajes, de efectismos, eso tan abundante en las series de televisión y en las propuestas cinematográficas de hoy en día.
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