Los asesinos de la luna de miel
El escritor y cinéfilo Fernando Quiñones la trajo a Cádiz un Alcances setentero. La película o cult movie se llamaba Los asesinos de la luna de miel y la dirigía un tal Leonard Kastle del que cinematográficamente nunca más se supo. Pero su nombre quedó en la historia del cine por ser el firmante de esta obra turbia, malsana, peripecia homicida filmada en blanco y negro. Kastle rodó cine pero también se aproximó a la ópera rindiendo culto al compositor Berlioz.
Corría el año 1969. Se dibujaba una América turbulenta, violenta, ensangrentada. Los asesinos de la luna de miel o The honeymoon killers se remontaba a un pasado no menos turbulento donde también sucedían cosas terribles. Años 40. Una pareja de asesinos y de amantes. Un gígolo y una enfermera «grotescamente obesa» utilizando la definición que le diera José Luis Guarner. Él timador de mujeres maduras que buscaban una tabla de salvación escribiendo a un club de corazones solitarios. Ella, la femme fatale que conduce al abismo al gígolo. He aquí el ser humano en su acepción más abyecta y criminal. Y como protagonistas Shirley Stoler y Tony Lo Bianco, singularísima pareja, que asesinan mujeres solitarias y viudas en Alabama.
Todo ello filmado en un ambiente onírico, fuertemente expresivo, por el melómano Kastle instalado en la recién estrenada cuarentena. Kastle reemplazó a Scorsese, cineasta inicialmente previsto. La película resulta dura, amarga, cínica. Una rareza difícilmente asimilable en la España de los primeros años setenta. Por eso cabe elogiar la valentía de Quiñones de traerla a Cádiz y proyectarla en julio de 1972 como clausura de Alcances. Para Quiñones era importante -y hasta pedagógico- diferenciar Los asesinos de la luna de miel de la carnicería de La matanza de Texas. Nada que ver una historia con otra. Nada que ver la huida hacia adelante de la Stoler y del latín lover Tony Lo Bianco con el cine de terror de la época, con los manejos arteros y truculentos de Tobe Hooper.
El pase aconteció en un abarrotado Cine Municipal. Da la medida del programador que era Quiñones, de su consabida cinefilia. Hoy al revisar la crudeza e intensidad de Los asesinos de la luna de miel me acordé del autor de La canción del pirata y de aquel añorado Alcances que me contaron y no viví. Nostalgias de lo no habitado. Imaginé las reacciones del público ante una historia tan atroz que nos devuelve intacta la maestría de Kastle, cineasta de una sola película, que forma parte de los anales de un cine tan repulsivo como atrayente. Fruto de una realidad a la que Castle se aproximó con inusitada fuerza documental.
Esto lo supieron ver hasta Tavernier y Coursodon en su magna obra sobre el cine norteamericano. Los asesinos de la luna de miel constituía una fulgurante sorpresa como La noche del cazador de Charles Laughton. «Odisea de la frustración, autopsia de la opresión sexual» son calificativos que Coursodon y Tavernier manejaron a la hora de ensalzar la película. Lo que es evidente es que Kastle rodó con una apabullante personalidad, sin parecerse a nadie, con una libertad subyugante. Dejó una obra irrepetible, inclasificable, contracorriente, una huella en los senderos del cine absolutamente inequívoca, trágica, poderosa.