Elogio de Krahe (in memoriam)

Málaga 08/12/2012 Concierto del cantautor Javier Krahe en el Teatro Echegaray.

Murió el caballero de enjuta figura y canosa barba que se miraba en el infinito Georges Brassens pero que más allá del bardo de Sète edificó un cancionero con vida propia, de sucesivas ironías fijándose en el paisaje cotidiano. Amó, vivió y soñó el poeta que citó a Gerardo Diego en «El ciprés», una de esas canciones afrancesadas que tan sutilmente llevó a su propio territorio. Krahe fue a su modo «un surtidor de sombra y sueño» que le cantó a la vida que tanto amó y a las mujeres al modo donjuanesco y trovadoresco que enunció con su planta de filólogo Martí de Riquer.

Su figura sólo pudo incomodar a los muy necios. Hay un Madrid que tembló en su voz y una España que ora y bosteza que atizó siempre con el estandarte luminoso de su humor. Por unas horas -al hilo de su adiós- todo el mundo quiso ser Krahe, incluso los que suelen despreciar a los cantautores metiéndolos en un mismo saco, ignorando la amplitud misma de la palabra.

En el aconsejable y oportuno Cantautores en España Jordi Turtós y Magda Bonet lo dejaron de lado. Pero la obra de Krahe permanece más allá de listas y antologías. Viejo compañero del primer Sabina, habitante de los garitos nocturnos, del cachondeo escénico de la Mandrágora. Desde su Valle de lágrimas de 1980 hasta hoy Krahe fue siempre fiel a sí mismo. Y supo evolucionar en directo tal como reflejaban las impecables crónicas de Ricardo Cantalapiedra en El País de las que casi nadie se acuerda pero que constituyen un medidor emocional de la canción que en nuestros país latía en los años ochenta y noventa. Un ejemplo de lo que escribía Cantalapiedra sobre Krahe lo tenemos en este fragmento de una reseña de un recital del artista en la madrileña sala Elígeme, allá por el otoño de 1987, sobre el que ya llovió:

Javier Krahe pertenece por derecho al elenco de aves raras y lúcidas que esta tierra produce con menos asiduidad de la que sería menester. Son personajes que esconden la ternura tras el sarcasmo, y vicerversa. Y desdeñan olímpicamente, casi soberbiamente, las modas y modos al uso. A Javier Krahe lo mira con inquietud buena parte de los cuarentones, sobre todo de los cuarentones instalados, porque el artista, los incita al examen de conciencia.Escuchando a Krahe, a uno no le queda más remedio que volverse a preguntar quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Quizá sean muchos los que no logren entenderle o no secunden sus planteamientos, pero a casi todos les inocula un algo de íntima intriga con sabor amargo, como la cerveza.

Cuervo ingenuo de ciertos lodazales democráticos Krahe fue un eterno melancólico que halló en el humor su brújula. Más bien perplejo recorrió las aceras con su libreta de bolsillo, su osamenta quijotesca y una monotonía que era sólo apariencia porque en Krahe vibraba un trovador de versificación poderosa y sed de canciones. Ahora que todos dicen escucharlo, amarlo, transitarlo (ay, la parca y los oportunistas lloradores) conviene recordar que fue siempre un outsider y tan puñeteramente medieval como Brassens, su maestro, rastreando la mugre que hay tras el altar. Seguirá viviendo en sus canciones.