Nuevo libro
Este libro está dedicado al adolescente que fui, un adolescente enfermo de cinefilia que rastreaba los videoclubs de una Cádiz provinciana de finales de los años ochenta. En ese tiempo y en ese espacio sentimental se fundaron muchas cosas. La expectativa febril de un primer amor, las primeras lecturas, más o menos conscientes, y esa sensación maravillosa de tener la vida por delante. Aunque luego –Gil de Biedma en el inquietante horizonte- supiéramos que la vida iba en serio.
Los videoclubs formaban parte de aquel paisaje. Daban sentido a los días de aguacero del invierno en ciernes. Dentro de ellos se podía descubrir un mundo de infinitas posibilidades. Muy especialmente en un videoclub llamado Gayro situado en la calle Cristobal Colón. Allí no sólo se exponían las últimas novedades en VHS sino que había lugar para recuperar películas de la década de los setenta o de principios de los años ochenta. Allí me encontré con un generoso catálogo de películas de Clint Eastwood cuyo cine ya había formado parte de alguna sobremesa televisiva, de algún sábado o domingo ocioso. Algunos de sus westerns habían despertado tempranamente el interés del púber espectador que yo era, coleccionista de estampas de fútbol en una caja de lata.
Lo bueno de aquel videoclub llamado Gayro, trastienda de una tienda de electrodomésticos, es que no sólo alquilabas películas sino que te las llevabas a casa con su carátula original. Así fui descubriendo un cine de Eastwood completamente desconocido y alternativo al que yo ya conocía. Y fueron pasando por el VHS Escalofrío en la noche, Bronco Billy, El aventurero de medianoche, En la cuerda floja o Bird. Aparte de la serie Callahan y de los westerns –en donde su popularidad se asentaba- Eastwood poseía otros registros que no me pasaron inadvertidos y que me permitían defenderlo como autor frente a los muy obtusos que me recriminaban que Eastwood era un cineasta reaccionario con un poncho y un revolver como únicos argumentos. El tiempo otorgó a Eastwood estatus de autor o de auteur –como decían los franceses- y se puso de moda deificar al otrora hombre sin nombre. Pero a mí todo eso me parecía cuando menos oportunista, nadar a favor de corriente, apuntarse al carro y al sol que más calentaba, arteramente.
La vida fue pasando y el cine de Eastwood fue ensanchando sus dominios. En 1992 llegó Sin perdón. Yo había alcanzado la mayoría de edad y estudiaba la carrera de Geografía e Historia en Sevilla, en uno de esos colegios mayores en donde las noches se hacían largas y tediosas pensando en tu familia, en el fin de semana, en la vuelta al sendero reconocible de tu ciudad. Una de esas noches de insomnio forzado me acuerdo del walkman y de la escucha radiofónica de la ceremonia de los Oscar y de lo inmensamente feliz que fui cuando le dieron el Oscar al mejor director a Clint Eastwood, quien también logró el Oscar a la mejor película. Me acordé entonces del videoclub Gayro, de Harry el sucio patrullando la ciudad de San Francisco, de un predicador galopando misterioso a plena luz del día, de la luna resbalando por la carpa de Bronco Billy, del crepuscular Red Stowall soñando con el Grand Ole Opry, meca del country. El triunfo de Eastwood fue también mío pero él nunca lo supo. A la mañana siguiente (31 de marzo de 1993) me compré El País y leí con emoción en una cafetería del centro de Sevilla lo que decía el admirable José Luis Guarner que casi nunca erraba en sus apreciaciones cinematográficas:
«El reconocimiento de Eastwood-más vale tarde que nunca- lo es también a sus maestros, los desaparecidos Sergio Leone y Don Siegel, representantes de un cine a la vez personal y popular que raramente ha merecido los honores de “prestigio”. Sin Perdón, por otra parte, es una película inmensamente superior en todos los departamentos, una epopeya trágica, sombría y sin concesiones-cualidades que hacen aún más meritorio su éxito- donde no sólo vuelven del revés las mitologías del western en general y las de su protagonista en particular, sino que propone una resonante, fascinante alegoría del estado de la nación, algo que una América en trance de estrenar presidente no podía ignorar».
Mi padre murió en 1994 y empecé a comprender que la vida iba en serio pero el cine de Eastwood seguía acompañándome y no falté a la cita cuando tocaba estreno de una de sus películas. Y pasaron los años y frente a la hoja en blanco quise contar este breve relato que tiene ahora el lector entre sus manos. Y pensé en Don Siegel que fue quien mejor comprendió a Clint Eastwood, quien sin duda sentó las bases del cineasta poderoso que terminó siendo. Y también pensé en las casualidades o causalidades vitales y personales. Que, por ejemplo, Eastwood nació el mismo año que nació mi padre, un día de 1930, recién alumbrado el cine sonoro. Y que Siegel nació un 26 de octubre, el mismo día que yo vine al mundo. Y que al final ciertas piezas encajan de forma curiosísima, como si alguien las urdiera sigilosamente. Y aunque yo ya no soy el adolescente que hurgaba en las estanterías del extinto videoclub Gayro, hay algo de aquel muchacho en este hombre que extiende hoy el oleaje de una historia que forma parte del cine americano, una historia en el que caminan juntos e inseparables Don Siegel y Clint Eastwood. Una historia que gira en torno a las cinco películas que hicieron juntos pero que va más allá de ellas.
Lo que he pretendido es juntar a Siegel y a Eastwood en un solo libro con la certeza de que Eastwood no hubiese sido el cineasta que fue sin el magisterio de Siegel. Por ello este libro es una reivindicación de Don Siegel pero también del Eastwood menos aclamado, el que recorre veinte años de historia del cine americano, desde su debut como director en 1971 con Escalofrío en la noche hasta la irrupción del agasajado western crepuscular Sin perdón en 1992, año de fastos olímpicos en nuestro país. Lo que viene después de Sin perdón –con Siegel ya fallecido- me interesa menos porque ya Eastwood tiene en esos años de consagración crítica sus exegetas que habían sido incapaces con anterioridad de situar a Eastwood en el lugar que merecía.