Dylan, la primavera sevillana y el azahar

Bob Dylan, la primavera sevillana, la canción como el azahar, perfume invicto fijado en la memoria sensorial o auditiva. Todos los Dylan resumidos en este Dylan crepuscular, el de Rough and rowdy ways que se encomienda al barbado Whitman y contiene multitudes. Ya no sopla como antaño el viento idiota. Quedaron atrás el folk, la electricidad, la utopía de los sesenta, el Judas vociferado, el accidente de moto, Sam Shepard y Desire. Arropado por un quinteto excelso Dylan, tangled up in blue, fue a lo suyo sin plegarse a los requerimientos de un público adocenado que quiere un «Like a rollling stone» envuelto en celofán. Hace tiempo que Dylan ya no es de este mundo. Es el trovador errante que canta su canción y huye como el rayo. No le seducen los cantos de sirena, pero es feliz tocando como si lo hiciera en un garito perdido con el rumor cercano del río Misisipi.

Dylan al piano, de pie, y a su lado sus músicos, casi formando un circulo de confianza. Doug Lancio y Bob Britt a las guitarras, Tony Garnier al contrabajo, Charley Drayton a la batería y Donnie Herron a la guitarra steel, la mandolina y el violín. Entre el blues primigenio, fuente y caudal. y la barcarola de Offenbach aterciopelando su rugosa voz en «I’ ve made up my mind to give myself to you».

Bob huidizo, sin la tentación de la autocomplacencia, pintando su obra maestra, entregado a lo que le más le place, con cierto aire fantasmagórico. He aquí el misterio irresoluble del juglar infinito. Con las muchas arrugas en el rostro octogenario, elevando la canción a lo más alto, despidiéndose con la sublime «Every grain of sand», una de sus muchas canciones irrebatibles en busca del juanramoniano Dios deseado y deseante en ese anhelo de eternidades. Dylan llamando a las puertas del cielo o del infierno.

Sin móviles impertinentes inmortalizando al ídolo. Nada de selfies. A la vieja usanza, sin distracciones. Desde Minnesota hasta Sevilla pasando por Greenwich Village. Dylan con cornetas y tambores por el puente de Triana. Porque hay quien le rinde culto como se reza al Cachorro que expira todas las madrugadas.

Dylan y sus fieles. Muy cerca de mi asiento en el Fibes fijé mi atención en un padre y posiblemente un hijo dado el parecido físico más que razonable. El padre andaba entusiasmado con cada canción que Dylan echaba a volar. El hijo no le iba a la zaga. He aquí una pasión que se trasmite. La vida misma a través de los seguidores del genio, de ese padre que entrega al hijo un legado inquebrantable, que apunta cada acorde, cada giro, cada matiz del ídolo.

Dylan desempolvando su armónica en «Key west». Y yo acordándome de Sam Peckinpah y Pat Garret y Billy the Kid a cincuenta años de distancia mientras el viejo Bob cumplía el sueño del cantor anónimo que rebusca coplas ignotas en los arcones del tiempo.

Con su legión de desafectos que dicen que nunca más, que Dylan en directo les estafa, que las entradas son muy caras. Allá ellos. Dylan engrandece su leyenda cada vez que se sube a un escenario sin necesidad de alharacas ni grandes éxitos encadenados. Lo tomas o lo dejas. De pronto sonó «I’ll be your baby tonight» de John Wesley Harding y fuimos felices o «Gotta serve somebody» del converso Slow train coming y la disfrutamos. Guiños a los Dylan del pasado.

Tal como vino se fue por el callejón del agua donde habita el olvido, como una pompa de jabón por la primavera sevillana. Como el mismo azahar impreso en la memoria de lo que no podrá ser nunca olvidado. Como el Cachorro por el puente. Tocando con la punta de los dedos la eternidad. a la que ya pertecece.  Y me acordé del adolescente que rayaba Desire en el tocadiscos mientras sonaba la interminable «Joey». Y le dije «aquí estoy, también por ti, sobre todo por ti».