Presentación de Juegos artificiales de Germán Ramírez Lerate en la Fundación Caballero Bonald
De casta le viene al galgo dice el viejo dicho popular. Y a Germán la literatura le nace mucho antes de que tuviera conciencia de lo que es enfrentarse a un folio en blanco, atravesar la espesura de la hoja, elegir las letras y no las armas para descifrar el mundo o los mundos. Que todo fue mucho antes de la epifanía, debe saberse y lo sabe este que habla y lleva en su frágil traje de hombre la condición de ser hijo de un padre poeta y que ya carga con esa inquietante daga que me clavan aquellos que dicen que me estoy pareciendo a él y no porque no me sienta orgulloso de la comparativa, sino porque sé que los años me van aproximando a esa edad severa que deben tener todos los padres que sienten más próximos la estación del otoño que encanece las sienes que aquellos dones juveniles que concede la eterna primavera.
Germán rebosa juventud y fuego en las palabras. Su apariencia apocada que era la mía con su edad esconde un mundo interior que se despliega como un atlas de posibilidades infinitas. Y digo atlas porque un volumen de cuentos permite abrazar distintas geografías y latitudes. Arde el mar en la prosa de Germán si Pere Gimferrer me permite que le robe aquella expresión rutilante de su libro novísimo que venía del humo de los cafetines y de la música zíngara. Germán despliega un universo indómito en el que es importante sugerir más que nombrar y crear los elementos sugestivos de la trama.
Abrí Juegos artificiales y pensé en el juego y en el artificio de la que debe servirse la literatura. Germán aprende el oficio de los prestidigitadores. Saca palomas imaginarias de una chistera imaginaria para entregarnos una serie de cuentos imaginarios que se disfrutan desde la primera página hasta la última.
Para leer a Germán me serví de algunas provisiones: la luz cálida del flexo, un lápiz con la punta bien afilada y música para los oídos. La lectura debía ser nocturna y silenciosa sin que la distrajera ningún ruido impertinente procedente de ese mundo que vivimos tan hiperconectado. Para la parte musical escogí a Tete Montoliu ese jazzista prodigioso que paraba en el Jamboree de la Plaza Real de Barcelona y era ciego como Homero y como lo terminó siendo Borges.
En cierto modo el escritor que se interna en un bosque umbroso para dar sentido a sus historias ha de asumir cierta ceguera hasta encontrar la luz, como un paseante deambulando por una ciudad en ruinas al que de pronto se le encienden todas las luces.
Tete Montoliu era luz atravesando la oscuridad de sus propias pupilas. Le escucho mientras Germán me lleva por sus historias fascinantes. No hay aquí nada que nos pueda hacer pensar que estamos ante el libro de un aprendiz. Ni mucho menos. Germán, como su padre, bucea en varios géneros. Los transita con conocimiento de causa y de lecturas que conforman el mapa del escritor que viaja con las palabras.
Germán poeta, novelista y también cuentista que, en el comienzo de “Obra completa”, el primer relato de Juegos artificiales, ya nos atrapa. Subrayo a lápiz:
Pasaron varias horas hasta que me di cuenta. La noche se había teñido de calma, después de que Christine se hubiera acostado, dejando toda la casa en penumbra a excepción del pequeño ángulo del salón donde solía ponerme a escribir hasta altas horas de la madrugada.
Prohibido hacer spoilers. Un presentador no debe extralimitarse. Mientras escribo esta presentación me doy cuenta de que otro que no soy yo la está escribiendo por mí y está diciendo cosas de Germán que yo mismo desconocía. Pudiera ser que ese intruso esté repitiendo el cuento de Germán o que yo me esté volviendo loco y que Tete Montoliu esté tocando un bolero para Shakira y la noche desde la que escribo me esté confundiendo. ¿Tete? ¿Shakira? Imposible. ¿Vendrá la Santa Compaña a llevarme consigo?
Bueno, mantendré la calma. A ver sigamos. Les estaba diciendo que Juegos artificiales no es un libro de un aprendiz. Germán puede ser a un tiempo borgiano y cortazariano. Voy a encender un fósforo, pero he de decir que no fumo, que lo hago porque me gusta el olor a quemado que queda al extinguir la cerilla en mitad de la noche sin que esto me convierta en un pirómano. Me salta una alerta en el móvil: cita dental con el Dr. Bocanegra. ¿De qué me suena este nombre?
En los relatos de Germán puede irrumpir el terror en lo cotidiano y llevarnos de pronto a un pasado carolingio de amores que desafían las reglas, reyes que retan a duelos y un largo beso que lleva hasta la muerte. La música para Germán es parte también importante de su vida y de su literatura. Canta como los ángeles la joven hija de Carlos III el Simple en “El Rey de Marsella” y en otro de los cuentos un rutinario profesor llamado Ben guarda un secreto de efímero cantante de éxito en un pasado que ya casi no existe. No serán los únicos relatos melómanos.
En Juegos artificiales hay una crónica pormenorizada de sucesos y conductas antropófagas tan inquietantes como una noche de niebla en el Londres victoriano. Germán se desdobla para ofrecer un dibujo de la extrañeza que entraña el ser humano. Nadie que escriba puede dejar de asomarse al abismo, a ese otro lado de la realidad donde emerge la sombra que acecha, el viejo cuento hipnótico de terror que se lee con una vela a punto de extinguirse.
Sigue Tete. Sigue el jazz. La escritura a veces se parece al jazz. Exige método, pero también improvisación. Yo no puedo dejar de asomarme a lo que Germán me propone en cada uno de sus relatos. ¿Será mi vecino del quinto un antropófago? Nadie sabe…
Otro relato envuelto en melomanía es aquel en el que Germán nos lleva hasta París siguiéndole el rastro a un compositor y pianista virtuoso, megalómano y macabro a un tiempo como aquel Orlac de manos trasplantadas que imaginó Maurice Renard. El pianista y su cómplice gitano perdiéndose por la calle de la música olvidada mientras maúllan los gatos callejeros en la noche y un fantasma con voz de castrato canta un aria. He aquí uno de los grandes relatos de este libro que avanza mientras yo mismo avanzo con él, mientras el jazz de Tete se ha apagado y la noche silente me confía un poema que pudiera ser un comienzo de un cuento.
Leo en voz alta mientras la luz del flexo parpadea:
Todo parecía maldito. Ese fue mi único pensamiento en las horas que duró el viaje al congreso. El paisaje que se deslizaba como un lienzo móvil tras la ventanilla del tren también estaba maldito, a pesar de los brillantes colores del campo y de las colinas esmeraldas que se divisaban en el horizonte. Seguramente aquella idea se debiera a una inadvertida calima que enturbiaba el aire con un matiz plomizo.
La importancia de la atmósfera, de las palabras escogidas para crear la tensión que todo relato que se precie debiera tener. Como el poeta con la aldaba de su primer verso, el cuentista ha de fiarlo todo a ese primer párrafo. La escritura y su misterio, los cimientos del cuento, la tinta y el tintero, la noche y la página en blanco, la vieja arquitectura de lo narrado que retumba como el eco por el vagón silencioso y el paisaje inconstante.
También el bloqueo creativo, la noche febril en la que quien escribe busca adueñarse de las palabras y solo halla el vacío. Esa sensación la refleja Germán perfectamente en el cuento “Bloqueo”. Casi a la par que leía este cuento leía lo que Martin Amis escribía sobre el bloqueo del escritor en su libro Desde dentro en ese juego de lecturas que se cruzan mientras leo a Germán y la noche avanza y el flexo parpadea y saco punta al lápiz e imagino a Tete por las Ramblas de Barcelona camino de una de sus muchas noches en el Jamboree. Escribe Amis: «Si tuviera que definir el bloqueo del escritor, diría lo siguiente: es lo que sucede cuando el subconsciente, por cualquier razón, se queda inerte o incluso se ausenta de sí mismo».
Naciste, querido Germán, el mismo año que murió Fernando Quiñones para quien el cuento era una forma de vida. En ese año 1998 tenía una parecida edad a la tuya y todavía no había publicado libro alguno lo que ya revela tu admirable precocidad desbordada en las páginas de este libro. Cada relato es una posibilidad, un vértigo, un personaje en el laberinto de lo incierto.
Hay que leer este libro y proveerse de sus dones y de su misterio, del primero al último de los relatos. Tocar sus teclas como las tocaba Tete Montoliu con dominio de la técnica, pero también con la facultad de la improvisación. No es que se vislumbren en estas páginas las huellas de un escritor en ciernes, sino que ese escritor ya está magníficamente revelado en el latido de cada uno de estos relatos, suma de noble artificio y de juego, porque así entendía el maestro Cortázar la literatura como un infinito juego tan serio como el que los niños como magos solitarios practican en sus cuartos, ajenos al mundo, con la puerta entornada y a salvo de la intromisión de los adultos que en la pérdida de la facultad de jugar revelan algo de su tristeza.
Por eso hay en el escritor que juega algo del niño pensativo que jugaba en el espacio secreto de su cuarto. Por eso Germán juega y gana en el juego con estos relatos que leí mientras le decía a Montoliu «tócala otra vez, Tete» y soñaba con un cineasta que rodaba una película maldita en Tánger y no en Casablanca y donde un tipo muy parecido a Humphrey Bogart pena sus penas en alcohol pensando en una mujer muy parecida a Ingrid Bergman.
Decía el cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro, siempre presente en mi particular santoral de escritores imprescindibles, que «el cuento debe solo mostrar, no enseñar». Germán cumple con creces los preceptos de cualquier manual del perfecto cuentista. Un libro debiera ser como una extensión de uno mismo y llevarnos a territorios que ignorábamos antes de escribirlo. Un libro es el espejo, pero también ese otro lado a través del que lo fingido, lo soñado, lo intuido y lo sugerido se despliegan. Todo eso es parte del juego y parte del escritor que es dueño de sus palabras -también de sus silencios- y de sus artificios.
Enhorabuena Germán por estos doce relatos que he disfrutado muchísimo y que nos llevan a ese otro lado del espejo o de la realidad. Doce relatos, ni uno más ni uno menos, número cabalístico, sinónimo de orden y de perfección. Te cedo mi palabra como un niño cedería a otro niño su pelota de juego.
Muchísimas gracias.