Francisco Buiza y el imaginero de Cádiz en su covacha

El poeta cubano Manuel Díaz Martínez escribió un poema titulado “El imaginero de Cádiz”, fechado en 1987, y que luego incluyó en su libro Memorias para el invierno de 1995. Con el escritor gaditano Fernando Quiñones de cicerone, Díaz Martínez fijó su atención de paseante lírico en una covacha en la que un hombre avejentado apenas cabía entre las herramientas que conformaban su taller. Ese hombre, para más señas, se movía entre pies de Cristos carcomidos, vírgenes tullidas y ángeles sin alas. El poeta vislumbró ahí un poema antes de escribirlo. Se fijó en la naturaleza de aquella estampa y en el perro enorme y triste que custodiaba al amo y señor de las gubias, al viejo y desconocido imaginero de Cádiz.

Otro imaginero, carmonense, también para más señas, Francisco Buiza Fernández cumple cien años, mientras sus Cristos y sus Vírgenes se pasean por todos los rincones de Andalucía. Como Bob Dylan, la biografía de Buiza estuvo marcada por un accidente de moto. Su canción fue la madera de la que fueron surgiendo Cristos flagelados, Vírgenes lacrimosas, sollozantes Marías, confortadores San Juanes y traviesos ángeles. En el taller de Buiza germinaron múltiples estampas de la pasión, muerte y resurrección y salieron hasta romanos airosos y algún que otro Poncio Pilato lavándose las manos en la eternidad del relato evangélico.

Manuel Díaz Martínez hubiese sentido la misma emoción en el taller de Buiza, que en aquella covacha en la que se escondía aquel imaginero gaditano.  Finalmente, la conmoción venía por el oficio habitado por las manos, por la bohemia de aquellos lugares en los que el arte seguía dialogando con Martínez Montañés o Juan de Mesa, con el siglo de oro de la imaginería.

En Cádiz, Buiza dejó alguna de sus mejores obras. Puede decirse que Cádiz le entendió mejor que Sevilla, y algo de esa percepción hay en el latido del documental que Jesús Devesa ha dedicado al imaginero carmonense. Buiza dejó en Cádiz una María Magdalena estremecedora que forma parte del misterio de la hermandad de la Piedad. Hay imágenes aparentemente secundarias que adquieren rango superlativo. Esta es una de ellas. María de Magdala, que sigue inquietando al ortodoxo, discípula amada de Jesús, con quien tanto quiso.  Como afirma Riana Eisler en El cáliz y la espada:

Resulta todavía más asombroso que los Evangelios nos cuenten que fue a María Magdalena a quien se apareció primero Cristo resucitado. Es ella quien guarda su tumba, mientras llora sobre el sepulcro vacío tras su muerte. Allí, María Magdalena tiene una visión en la que Jesús se le aparece antes que ninguno de los celebérrimos doce discípulos masculinos. Y es a María Magdalena a quien Jesús resucitado pide que informe a los demás que está a punto para la ascensión.

Con esa fuerza, esa relevancia y ese estremecimiento de la palabra evangélica, Buiza talló, cuando morían los años cincuenta, a María Magdalena en el calvario cuya sensualidad y carnalidad se traslucen al contemplar el boceto en barro que Pedro Ignacio Martínez Leal incluye entre las muchas fotografías de su libro dedicado a Buiza en el año 2000.

Otra obra cumbre de Buiza para Cádiz fue la imagen de la Dolorosa de la Trinidad, titular de la hermandad del Medinaceli. Corría 1967, el año que mi padre, el poeta José Manuel García Gómez, pregona por primera vez la Semana Santa de Cádiz, el mismo año que Buiza ejecuta el crucificado sevillano de la Sangre, imagen de Cristo delicadamente muerto, obra ya de irreprochable madurez. Ese año el recordado cofrade José Luis Ruiz Nieto-Guerrero, asiduo al taller de Buiza, le encarga para la hermandad gaditana del Medinaceli, la imagen de la Trinidad, que tantos años procesionaría sin palio, y a la que mi padre conmoviera de tal modo que le inspiró esta décima expresiva y rotunda: «Me duele el tiempo, Señora/ perdido por no cantarte/ mas como quiero pagarte/ déjame decirte ahora/ que tu Trinidad, Señora, no cabe en el verso mío/Es tu llanto como un río/ que marchita los rubores/ y son tus manos dos flores/ mustias de pena y de frío».

El verso de mi padre y la gubia de Buiza cruzándose en las vísperas de la noche del Jueves Santo, de tantas evocaciones personales, y en las que salgo a buscar al niño perdido de mi Semana Santa, al niño de la mano de su padre contemplando al Medinaceli pasar por el Arco de la Rosa, el Arco de la Rosa que él salvara de su derribo, ese mismo niño atónito tras el Nazareno de Santa Maria, gitana melena al viento, oráculo de Cádiz.

Madrugadas del recuerdo, luna llena en Semana Santa fijada por el verso desterrado de Cernuda y Buiza centenario, fotografiado en su taller, en la Casa de los Artistas, policromando el aura de una de sus imágenes. Cristo entrando triunfal en Jerusalén, Cristo orando en Getsemaní, Cristo maniatado, Cristo con la cruz al hombro, Cristo agonizante o muerto o descendido de la cruz. Todos los Cristos que soñó Buiza y que no pudo soñar aquel imaginero de la covacha al que sorprendió el poeta cubano Manuel Díaz Martínez para, finalmente, inmortalizarlo en un poema.