A favor de la cinefilia

Hay muchas formas de cinefilia, palabra anchurosa que el DRAE sencillamente describe como afición al cine. No debiéramos ceñirnos, por tanto, a esa cinefilia apasionada y radical que Vicente Monroy describe en su librito -en extensión- Contra la cinefilia. Historia de un romance exagerado. Tampoco cortemos las alas a las pasiones y mucho menos a las cinéfilas. El cine, al que más y al que menos, pudo salvarle la vida en un momento determinado. A mí me la ha salvado algunas veces, al igual que la música o la literatura, y puedo hacer convivir en una doble sesión nocturna una de Charles Bronson, rodada en los febriles setenta, magistralmente contados en lo cinematográfico por Peter Biskind, con Jules y Jim de François Truffaut cuyo sentido de la cinefilia nadie ha superado.

Yo nací casi con Tiburón y Supermán proyectándose en pantalla grande. Soy parte también del cine entendido como sublime entretenimiento. La cinefilia no debe ser arrogante, sino más bien contagiosa. Si uno entra, por ejemplo, en los textos de El placer de la mirada de Truffaut, o en los escritos de Peter Bogdanovich, Guillermo Cabrera Infante o Homero Alsina Thevenet comprenderá el poder de la cinefilia bien entendida, la misma que tejieron Ángel Fernández Santos y José Luis Guarner y todavía -por fortuna- teje José Luis Garci. Todos ellos amaron y aman el cine apasionadamente, pero sin dogmatismos, sin imposiciones, sin arrogancias, con la misma delicadeza con la que fluye un río por un sendero.

Tuve la inmensa fortuna de crecer en los años ochenta con una televisión que emitía películas en blanco y negro y dedicaba ciclos a grandes cineastas. También comprendí pronto que no se puede escribir sobre cine sin leer sobre cine. Una cinefilia libresca se me antoja fundamental. En eso soy más taxativo. Por eso en mi biblioteca los libros de cine ocupan un lugar privilegiado. Entre ellos, La cinéphilie de Antoine de Baecque que me salió al paso en una librería parisina en uno de esos viajes a la capital francesa en los que uno suele entregarse a la aventura del flâneur.

La cinefilia debería llevarse a los colegios en los que no parece sentirse el cine, en donde los profesores -con sus excepciones- no incluyen al primer arte del siglo veinte en sus programas. Así las cosas, los niños llegan a la ESO y no saben quien fue Charles Chaplin o Buster Keaton. La filosofía o las humanidades van siendo desplazadas de las aulas, pero el cine nunca pareció importar en los planes de estudio.

Sería procedente preguntarse, en este siglo veintiuno de plataformas y series ad nauseam, si el cinéfilo es una especie en extinción, teniendo en cuenta que el amor al cine va desdibujándose entre tanto aluvión audiovisual, ese amor al cine que a muchos nos llegó como hermosa posibilidad y que tuvo deslumbramientos como esa primera vez que vimos Casablanca, El Padrino, Centauros del desierto o Una noche en la ópera o nos encontramos de pronto con Murnau y Nosferatu y entendimos la grandeza casi incomparable del cine silente. Todo era posible cuando el cine entró en nuestras vidas.

Es una obviedad que el cine hay que disfrutarlo en pantalla grande. Es una obviedad -también- que, entre tantas distracciones y televisores de grandes pulgadas, cada vez resulta más complicado que la gente valore lo que entraña la experiencia misma de ir al cine, de sentarse en una butaca, de entregarte a una película sin que suene el móvil, con la atención requerida, compartiendo la película con más espectadores. En el hecho mismo de ir al cine existen muchas otras connotaciones como la posibilidad de comentar la película con añoranza de cine- fórum.  Por eso mismo el cine no debiera replegarse solo en el ámbito del hogar. Exige la sala colmada como antaño, la espontaneidad de un público que busca en la gran pantalla una forma de extinguir la muerte y de abrazar un arte que suma todas las artes.

Mientras se extingue la llama de este artículo pienso en mi padre, el poeta José Manuel García Gómez, yendo a un cine gaditano a ver La Strada de Fellini y escribiendo su experiencia en el rotativo local. Pienso también en los cines desaparecidos, en los grandes estrenos anunciados en grandes marquesinas y en las enormes colas de gente que buscaban en el cine un lugar en el que reconocerse. Y busco en la palabra cinefilia la forma alargada de un poema que no dejo de escribir, que no deja de latir en mi corazón.

Texto publicado originalmente en el periódico Viva Arcos tras la generosa invitación del escritor Pedro Sevilla.