Café society
Cumplir el ritual de cada año acudiendo al cine a ver la última de Woody Allen. Encontrarse con amigos cinéfilos como Javier Miranda o Daniel Heredia. Cosas que hacen que la vida merezca la pena. Hermosa manera de ser reincidente, fidelidades que nos explican y nos conforman como aquella vez que en un cine de Sevilla me encomendé a un pase madrugador de ese grandioso divertimento llamado Misterioso asesinato en Manhattan, aliviando con su visionado las incertidumbres de mis veinte años recién cumplidos, la inconstancia, fragilidad e inmadurez de aquellos años de formación. Allen como experiencia, como filósofo de cabecera con su clarinete de lunes, parte del cine que somos y seremos siempre, carcajada de adolescente que alquilaba en un videoclub Bananas o El dormilón y luego pasaba al siguiente nivel con Annie Hall con Diane Keaton oficiando de musa primera del cineasta que rehuía del happy end embaucador como también nos enseñó Manhattan y las lágrimas de Tracey.
Muere el verano, el otoño es un presentimiento de árboles deshojados, una melancolía alojada en el fondo de un poema. En un cine proyectan Café society del ya octogenario cineasta neoyorkino. Uno toma asiento y aguarda esos títulos de crédito bergmanianos, esa atmósfera reconocible del cineasta, los sonidos del jazz, la mirada nostálgica a un mundo y a una época que ya no existen. En cierto modo pensamos en Días de radio, en La rosa púrpura del Cairo o en Balas sobre Broadway que funcionaban como recreaciones de un tiempo extinguido con su punto justo de tragicomedia.
La vastísima filmografía de Allen encuentra en Café society una de sus indudables cumbres expresivas y desde luego no revela cansancio creativo alguno en un cineasta que no pretende renovar su discurso, que prosigue su novela en marcha, hermosamente reiterativa y acumulativa con una escritura cinematográfica personalísima. Cierta crítica dudosísima lleva años menospreciando al último Woody Allen, situándolo lejos de sus grandes logros, del antes y el después que parece delimitar la mítica Manhattan. Pero una mirada más profunda revelará que el cineasta, con sus altibajos, ha sabido construir una obra de conjunto mayúscula, de una enorme coherencia e intensidad, al modo de una comedia humana que se mirara en el espejo de Balzac.
Y todo ello con una ligereza que es sólo aparente y un sentido de la comedia que alivia cualquier tentación de punzante solemnidad que no va con su estilo. El mundo real y el de los sueños se entrelazan en Café society como parte genuina de la representación misma de la vida con sus luces y sombras dibujadas. Y para ello Allen encuentra siempre los cómplices perfectos en esa galería de actores entregados a su causa: aquí Jesse Eisenberg -trasunto certero de Allen-, Kristen Stewart -filmada como lo haría Truffaut con aura de musa palpitante- o Steve Carell – impecable en el papel del productor Phil Stern-.
En Café society brilla la puesta en escena, el regreso a la dirección artística de Santo Loquasto y la fotografía de Vittorio Storaro. Todos ellos contribuyen a que Woody Allen logre pintar un universo de vanidades encontradas, de fiestas galantes y crimen organizado, de estrellas de celuloide y preguntas existenciales, logrando una de sus obras más inspiradas de los últimos tiempos con esa melancolía amorosa tan particular que de algún modo recorre parte de su filmografía y que estaba ya en la propia Manhattan con ese blanco y negro revelador de la pertenencia de Allen a un mundo que no existe, como si nadara contracorriente, fuera de modas, pero propietario de una mirada privilegiada de gran cineasta, experto en dibujar los sentimientos, las relaciones de pareja, el eco de los amores fugitivos que son pura permanencia.
Y todo eso a pesar de los críticos que ejercen de enterradores, que apedrean cada nuevo estreno de Allen con tanta saña como ignorancia cinematográfica, diciendo añorar al cineasta de antaño, como si el cine de Allen no siguiera fiel a una estética y a una lírica que fluye armoniosamente en Café society y en muchas de sus películas anteriores, incluidas las más fallidas. En todas está también muy presente la herencia de la cultura judía donde se mezclan lo hiriente y lo tierno, el drama y la comedia, la elegía y la sátira.
Al salir del cine uno ya piensa en la siguiente película de este fabulista fabuloso llamado Woody Allen, en ese as que aún guarda en su manga de prestidigitador, en el cineasta perpetuo que canta a la vida en sus películas y al terminar un rodaje ya está pensando en el siguiente guión del que habrá de nacer un nuevo proyecto cinematográfico. Larga vida al genio neoyorkino, paseante eterno de Manhattan.