Alberto Cortez en Cádiz

Cuando Alberto Cortez apareció en el escenario del Teatro Falla de Cádiz pensé que hará medio siglo de su temerario –por arriesgado- recital en el Teatro de la Zarzuela de Madrid en el que decidió cantar a los poetas. No fue una tarea fácil y sólo el paso del tiempo permite valorarla como merece. Sonaron en la voz de Cortez aquella noche Antonio Machado, Góngora, Quevedo o el Marqués de Santillana, mezclados con la poesía popular y viajera de Atahualpa Yupanqui.

Cortez había pasado de un cancionero inane en sus inicios a una cierta trascendencia, a través de una canción de mayores exigencias, y ello sin abandonar la producción Hispavox y la dirección musical de Waldo de los Ríos. En Cádiz pudimos escuchar de aquella cosecha de poesía cantada Retrato, ese magistral poema en alejandrinos con el que Machado quiso autorretratarse, viajando del huerto claro de la niñez  sevillana donde maduraba el limonero a la enunciación de ese último viaje del que nunca se ha de tornar. Retrato enuncia el río resonante de la vida, las sucesivas edades del hombre que a la manera de Manrique terminan en el mar que es el morir. Cortez escribiría su particular Retrato en Equipaje, una de sus mejores canciones, que no incluyó en su antológico paseo gaditano por su cancionero.

Cortez es un cantautor que ya no pertenece a este mundo de iTunes y Spotify. Casi nadie le cita o reivindica pero su obra merecería revisión y atención. Su cancionero sobreviviente es ejemplo y lección de un modo de decir y contar que parecen perdidos.  Lo heroico es que aún quede un público fiel y encanecido que fue a buscarse a sí mismo, empapándose en un cancionero nostálgico, a veces narrativo y delicado, otras barroco y algo enfático. A Cortez le sobra oficio aunque ya no se sepa las canciones de memoria y haya de cantarlas sentado porque pesan los años en su resquebrajado cuerpo.  Pero queda ese fraseo cuidadoso y expresivo y esa sensibilidad de poeta de guardia que fue entregando un oleaje terso compuesto por clásicos como Mis amigos, Distancia, Mi árbol y yo, Te llegará una rosa, En un rincón del alma y más tarde El abuelo, A partir de mañana o la utópica Castillos en el aire. Todas esas canciones quedaron como estampas pretéritas que forjaron los tocadiscos del ayer, esos hilos temblorosos y trovadorescos que a manera de espejos trasparentes nos sirven para autorretratarnos.  Somos esas canciones vividas y habitadas.

Cortez recordó a su amigo Facundo Cabral y su celebérrimo No soy de aquí ni soy de allá. Evocó la pampa infinita en territorio marítimo. Y yo me acordé de mi padre escuchando en el salón umbrío de la casa familiar Qué maravilla Goyo o Eran tres, esa elegía dedicada a los tres geniales Pablos (Neruda, Picasso, Casals) que partieron el mismo año: 1973. En Alberto Cortez ha estado siempre muy presente la huella de la canción francesa y sobre todo la huella de Jacques Brel, aunque no sonara Manolo claramente inspirada en Jef. Hubo algún guiño amoroso a la Chanson des vieux amants y también a su paisana María Elena Walsh. Todo fue parte de un relato finamente ensamblado y marcadamente crepuscular. Como si Cortez ocupara ya un paisaje de niebla que nos ayuda a reconstruir un paisaje sonoro perdido pero absolutamente necesario.

Las fotos que acompañan estas líneas son de Fernando Fernández.