Sean Connery en Cádiz

Sean Connery se pierde por una calle gaditana. Entra y sale del Hotel Roma. Va solo. Busca el mar, la huella fenicia, los restos del músico Manuel de Falla en la catedral, la memoria culinaria de la ciudad recién habitada. Está rodando Cuba. Le dirige Richard Lester. Alguien cree verlo por la Alameda de Apodaca. Apuesto, eterno caballero del cine, paseante solitario de la vieja ciudad. En esa década había rodado una película dura y perturbadora, La ofensa, con el cineasta que probablemente mejor le entendió, Sidney Lumet, También había protagonizado con Michael Caine otro milagro cinematográfico, esa obra maestra titulada El hombre que pudo reinar, firmada por John Huston en la misma década en la que alumbra otra joya, Fat city.

Uno imagina a Sean Connery por la calle Ancha. Pensativo, repasando el guión de su película. Con su porte, disimulando las canas, alejándose de la sombra alargada del agente secreto James Bond, entonces en manos de su colega Roger Moore. No sabe que habrá un último Bond en su carrera.

Cae la tarde gaditana. Connery se mira en la ciudad recién descubierta. La recorre como si recorriera La Habana vieja. Pero es la salada claridad de Cádiz la que le envuelve. Se cruza con una rubia que le recuerda a Brigitte Bardot. La mira pasar. Ya ensaya una nostalgia en la mirada el mito viviente. Queda lejos aún su adiós al cine. Queda lejos la muerte y la vejez.

Richard Lester dice acción. La película Cuba avanza, fotograma a fotograma.  Connery se deja seducir por el sonido de las campanas y por el cante flamenco que le viene de una remota esquina de la ciudad. Tiene esa edad en la que uno sabe que está en la mitad del camino. Sabe que no habrá de volver a contemplar el atardecer que ahora contempla. Ahora que el caballero del cine se ha marchado lo imaginé deambulando por Cádiz a finales de los años setenta mientras rodaba Cuba con Richard Lester.

Las capturas que acompañan estas líneas de la película Cuba se las debo a Fernando Fernández.