San Camilo José Cela
Quizá no sea un buen momento para reivindicar la obra de Camilo José Cela, aunque sea el año Cela y estemos conmemorando el centenario de su nacimiento. Quizá sobre Cela caiga un más que justificado desprecio por parte de quienes sufrieron su particular manera de manejarse por la vida. Y quizá también el peso de la anécdota y su construcción de un personaje hayan terminado por confundir al respetable público que no lee.
Pero a Cela al menos le debo dos experiencias lectoras absolutamente fundamentales. Una resulta obvia y es La colmena, lectura que asocio a mi adolescencia y que sigue siendo un portentoso y demoledor fresco de la posguerra española. La otra experiencia pudiera ser menos obvia y más personal. Se trata de San Camilo 1936 que me parece otra obra mayor, desalentadora por su forma de enmarcar las vísperas y posterior estallido de la Guerra Civil. Por eso mismo La colmena y San Camilo 1936 pudieran ser lecturas complementarias, visiones de un país que dirime sus diferencias a garrotazos, que prefiere la embestida de la sinrazón al diálogo razonado.
Siendo Cela parte de una España vencedora tuvo mérito su manera de tocar la realidad, como quien tocaba una herida que no dejaba de sangrar. Algunos hoy mirarán con cierto desprecio al lenguaraz Nobel encumbrado al que le gustaba provocar y mear fuera del tiesto. Pero en La colmena y en San Camilo 1936 hay más literatura y más verdad que en muchos de esos escritores de ahora que miran al pasado con evidente atrevimiento y escasísimo rigor histórico.
La España podrida de San Camilo 1936 duele como podría doler la España de ahora que insulta al que piensa diferente, que celebra la muerte de un torero en una plaza, que desprecia cuanto ignora y se maneja a golpe de tweet miserable en el que campa a sus anchas el pensamiento único y visceral. Leemos en San Camilo 1936 frases como éstas en boca de algunos de los muchos personajes que componen una colmena a punto de explotar: «El odio es como el arsénico y también como un lamento contenido, no odia el que desprecia sino el que envidia…»; «Éste es un país de locos que tiene mal arreglo y lo peor es que vamos a seguir matándonos hasta que no quede ni el apuntador…»; «Casi toda España está sentada en el café esperando, en España los vivos están como moribundos y sólo los espabila la presencia de la muerte y el recuerdo de los muertos, en España pesan muchos los muertos y la muerte, y el anfiteatro para su correcta contemplación, el café».
Monólogo alucinado, mezcla febril de casticismo y vanguardia, San Camilo 1936 responde a la enorme exigencia de Cela como escritor, entregado a la ardua tarea de elevar un mosaico de voces y suspiros, de hombres y mujeres empujados a un tiempo de ferocidad inminente. La escritura no se concede tregua alguna. No hay punto seguido ni punto y aparte. Se habita una España vociferante, atronadora y tambaleante, que ama y que sufre. Madrid es el centro de ese país a punto de partirse en dos, una ciudad en la que conviven la incertidumbre del presente con el pregón del trapero y con el sexo como forma de huida y parte fundamental de la comedia humana. Se masca la tragedia, el derramamiento de sangre y Cela convierte esa espera en amarga prosa mientras se suceden los anuncios publicitarios, los amores clandestinos y las noticias del Tour de Francia.
Ya lo dijo Miguel Sánchez-Ostiz que San Camilo 1936 era uno de los pocos libros deslumbrantes y ejemplares que en el tiempo de su publicación vino a renovar la literatura que se estaba escribiendo y que podía escribirse en lengua castellana. Un libro distinto, incómodo, como un aldabonazo en las conciencias, como un modo de pensar un país. El mejor Cela está en San Camilo 1936 y está en La colmena. Bastan esas dos obras para encumbrar a un escritor que nunca me fue ajeno.
Mi padre, el poeta José Manuel García Gómez, cruzó alguna carta con él porque al futuro Nobel le faltaban algunos ejemplares de la revista Caleta y desde Palma de Mallorca se los reclamaba amistosamente. Aquel Cela que le escribía a mi padre ya había alumbrado La Colmena. Algunos años más tarde -en junio de 1976- mi padre volvía a escribirle al hilo de un artículo publicado por Cela en Cambio 16 con un título muy explicativo: Carta a mis verdugos. En él Cela aludía a las amenazas que había recibido tras la publicación de la Enciclopedia del Erotismo. Mi padre le defendía con estas palabras:
«Soy profesor de literatura y llevo más de veinte años explicándoles a mis alumnos la categoría humana y el hondo y serio quehacer de ese escritor de excepción que es Camilo José Cela. Por otro lado su carta me produce una infinita y profundísima tristeza al advertir que aún quedan en nuestro entrañable ruedo ibérico cornígachos y cavernícolas que amén de erotizarse cogiendo el rábano por las hojas, intentan hacer imposible, por el sucio camino del anónimo y por el no menos sucio de la violencia, la justa convivencia entre los españoles.
Releo a Cela a la luz de este verano y me acuerdo de mi padre explicando en clase La familia de Pascual Duarte o La colmena, y subrayo párrafos enteros e iluminadores de San Camilo 1936, plenamente vigentes, como si siguiéramos asomados a un irascible y enconado espejo dirimiendo los asuntos cotidianos a garrotazos. Y lamentablemente no es sólo la España que ora y bosteza la que embiste. También embiste esa otra España que mora en los extremos, partidista y ciega, que también se cree en posesión de una verdad absoluta, la suya y la de sus correligionarios.
Uno es consciente de que hay muchos Celas posibles. El que entrevista un joven Manuel Vázquez Montalbán en el falangista Solidaridad nacional en 1960 o el que se bañaba con Miguel Hernández en el río Jarama o el de Papeles de Son Armadans o el Cela de la siesta con pijama y orinal y absorción anal. También el Cela homófobo, censor, carpetovetónico, televisivo, plagiario, polemista, viajero (oh, la Alcarria) e incluso poeta, pisando gongorino la dudosa luz del día. Hasta hay un Cela cuentista balompédico o hipster antes de la moda hipster como se observa en la foto de aquí al lado. Y un Cela académico y venezolano en La catira o que purga su corazón cuando escribe Oficio de tinieblas 5. Entre todos los posibles e imposibles me quedo con el Cela de La Colmena y de la torrencial San Camilo 1936 que ahora mismo luce en mi mesilla de noche, en este preciso instante en el que ruge demoniaco el viento de levante de la ciudad trimilenaria.
En 3º de BUP, la señorita Amalia hizo un sorteo para decidir si nos mandaba leer La Colmena o El árbol de la ciencia, que resultó ‘vencedora’. No obstante y gracias a mis padres, leí La Colmena, y fue una experiencia desgarradora a la vez que gratificante.
Y yo, casualmente, también recuerdo con claridad cristalina a tu padre en una de sus últimas clases, que empezó hablando de los premios Nobel españoles y acabó desgajando La Colmena, que ni siquiera teníamos previsto leer, aunque tampoco era algo que le preocupara mucho, pues era un hombre que cuando ‘se lanzaba’ con entusiasmo, además de enseñar a comprender e interpretar los libros, enseñaba a convertirlos en parte de nosotros mismos.
Muchas gracias Oscar por dejar tu comentario que tanto enriquece mi entrada sobre Cela y que una vez más me trae por tu parte el entrañable recuerdo de mi padre.