Los versos de Tito Muñoz

En la guarida del poema Tito Muñoz saca ases de la manga. Le leo y le reencuentro.  Escojo terraza con vistas al mar en tarde primaveral. Del bolsillo de la chaqueta saco un alma cargada llamada El gran Strómboli que ha editado Renacimiento. Hace años que no veo a Tito, que no conversamos, pero tanto da, el poeta de los momentos de amistad sigue estando ahí y tenía que escribirlo, mientras mayo florece y altera la sangre de los mortales.

Tito es el vértigo y el exceso prologado por Luis Alberto de Cuenca que pudiera parecer su antítesis, pero con el que hay una indudable correspondencia lirica en el modo de versificar asuntos, de callejear con la palabra, de aligerar la trama sin dejar de ser trascendente en lo que se dice y en el modo de decirlo. Leo El gran Strómboli y me alejo del mundo. Tito con la corona de espinas en la mano, pero sin hacer sangre de sí mismo, burlando la solemnidad de los poetas oficiales, con el viento a favor de las musas, como un roquero motorizado mirándose en eléctricos heptasílabos.

Subrayo: “Tenían los veranos de entonces/ muchachas complacientes/ siempre al filo de un beso…”. Y más adelante: “Era tiempo de motos/ de exhibir la arrogancia/ y la melena al viento”. Conocí a Tito por Serrat. Me compré su Metralla, que editó Chus Visor, porque lo prologaba el cantautor catalán, y andaba entonces escribiendo lo que terminaría siendo mi primer libro, Serrat, canción a canción. Los poemas de Metralla eran trallazos de verdad y quien los escribía tenía mucho de verso libre entre los poetas de su generación, verso con chupa de cuero, copazo en barra y perfume de madrugada.

Dentro de un poema de Tito se vive mejor. Gracias a El gran Strómboli me fui con él a La Enagua, pub setentero y reducto progre y contracultural de la Barcelona de los años setenta.  Tito le dedica un poema a ese lugar y fija su evocación en 1972. Ya había muerto en París el lisérgico Jim Morrison del que leo en estos días la biografía de Alberto Manzano tras volver a la película de Oliver Stone dedicada a The Doors. El poema de Tito, Morrison, Nazario y el Ocaña, la generación beat, las hordas de Bakunin reventando la barra. Todo tiene que ver en este instante en el que Tito me invita a una copa en el Bar La Enagua y Bob Dylan golpea las puertas del cielo.

La primavera avanza. Sigo con El gran strómboli. No encuentro en mi caótica biblioteca el libro Metralla de Tito, pero sí 30 de febrero con una dedicatoria que funda una amistad: “Desde esta fecha, que ya empieza a ser posible, el augurio de una gran amistad. Para Luis García Gil. Tito. 30 de febrero de 2005”. En 30 de febrero figuraba el poema “Lista de la compra” que también figura curiosamente en El gran strómboli. También formaba parte de la cosecha de 30 de febrero un poema buenísimo titulado “Algeciras” que empezaba con esta estrofa: “Fui un héroe a mediados de los años setenta/ cuando las grúas y los contenedores/ luchaban por erguirse entre el Levante/ que silbaba en swahili en El Estrecho”. Tito volvió a los vientos de Algeciras. Dejó Barcelona y puso rumbo al Sur como escribió en “De cuando estuve loco”, ese poema que Serrat convirtió en canción de su disco Versos en la boca. Ese poema que yo recité y Serrat cantó en un rocambolesco homenaje algecireño a Tito en la Plaza de San Isidro en el verano de 2015.

Antes de aquel homenaje, hubo otros muchos momentos, en Sitges, en Barcelona o en Cádiz. Tito durmió en una casa que todavía no era estrictamente mi casa, porque aún no la había habitado, si es que hay casas de alguien que cantaba el Sisa. Presentamos en Cádiz Una hawaiana con un ukelele. Recupero aquellas fotos de Fernando Fernández y casi no me reconozco en ellas. Somos un yo sucesivo, alguien que ve su rostro mudar en los espejos, que sin dejar de ser uno mismo, está en movimiento, en fuga y camina entre la circunstancia y el miedo. El poema que se escribe es consecuencia del hombre que se interroga constantemente y busca dentro de sí mismo las pequeñas muertes que lo conforman.

Con Tito he compartido varias historias librescas, además de la ya citada. Así, a bote pronto, me acuerdo de las presentaciones de Sonados, libro que Tito compartió con Juan José Téllez y al que me sumé como prologuista con Javier Ruibal. Ahí nació un cuarteto cómplice y dos presentaciones, una en una bodega jerezana y la otra en el gaditano Pay Pay de la calle Silencio. De todos esos encuentros fue testigo la cámara del fotógrafo gaditano Fernando Fernández que también estuvo en la presentación barcelonesa de Jacques Brel, una canción desesperada, libro que el propio Tito ilustrara, convirtiendo al quijote belga en un icono warholiano. La foto de familia de aquel acto incluyó a Serrat, Raquel Lanseros y Joan Isaac. Casi nada.

Todo este relato me lleva al instante primaveral en el que leo El gran Strómboli y subrayo con un lápiz sin apenas punta: “Si no fuera por mí/ ¿qué haría yo/ quién iba a administrar/ mis soledades/quién hablaría solo/ quejándose de todo”. Y me veo, tarareando de pronto, “Si no fos per tu” de aquel Material sensible de Serrat.

Tito es también material sensible que huye del domingo carcelario, que sabe de noviembres infinitos y usados, que le tienta Barthleby, pero le tienta más el poema que sale de su chistera de mago, que nombra el amor, aunque duela, y siempre deja un rastro de humor en lo cantado. El muchacho que corría en zigzag, el que declara su amor haciendo un malabar con tres granadas, el que al despertarse de la siesta ve que el tiempo ha volado y el que es capaz de escribir un poema tan magistral como “En dos”: “Yo me quedo en el sitio/ de la caja aserrada/ en dos pedazos vivos/ y sin charco de sangre”.

La tarde está cayendo y pido otro café bien cargado. Debería encender un habano -si lo tuviera a mano- y leer en alto el poema que da título al libro de Tito y lo clausura. Invocar a Tom Waits y a la bailarina girando sobre el pony. Aunque me miren perplejos desde las otras mesas y me llamen sonado y me denuncien por alterar la normalidad de la gente con versos de los que se sale -vuelta a Serrat- con arañazos y moretones. En cambio, yo he salido indemne de la empresa con alguna lágrima -eso sí- vertida sobre el vaso de agua cristalina.

El gran Strómboli vuelve a mi bolsillo. Rememoro, de lo leído y subrayado, el poema “Lo que fui” en el que Tito dice que una vez fue el espejo de Lorca biselado con lirios y el brillo en la navaja de José María El Tempranillo. Y la guitarra -esto le gustaría a Ruibal- de Hendrix ardiendo. Mientras camino hacia casa ensayo alguna pirueta circense, efecto secundario de los poemas que me bebí de un trago en tarde primaveral.

Al llegar a casa, en el caos de libros que me rodea, pienso en el ejemplar extraviado de Metralla y en ese gran poeta que es Tito, muy al margen de pompas y oropeles. Leyéndole he vuelto a recordar nuestros momentos de amistad, se me ha venido a la cabeza mi querido Antonio Marín Albalate que nos hizo compartir alguna que otra aventura. También me acordé de aquel “Soneto de cartón” que Tito me dedicara en Sobras escogidas. Al final todo esto es lo que quedará cuando nada quede, como quedarán las huellas de mi lápiz en el ejemplar de El gran Strómboli, restos de un mayo primaveral en el que sucumbí a los versos de un prestidigitador.