Los noventa de Clint Eastwood

 Me recuerdo, año 1993, recién alcanzada la mayoría de edad, en un colegio mayor sevillano, encerrado en un cuarto, escuchando en mi walkman la ceremonia de los Oscar. Tiempos aquellos en los que la radio nos conducía al lugar mismo de las emociones. Como quien aguardaba un acto de justicia poética celebré aquella noche el triunfo de Sin Perdón, aquella obra maestra de Clint Eastwood, quien mucho antes ya había demostrado su genio cinematográfico, por ejemplo, en aquel otro western, El fuera de la ley de 1976, pero ya se sabe lo que la crítica miope y falsamente progresista despreciaba a Eastwood en aquellos años. Ni los elogios de Orson Welles a El fuera de la ley bastaron para acallar las voces de Pauline Kael y compañía, acusando el cine de Eastwood de facineroso y reaccionario. Por eso uno a veces desconfía de la moral y del absolutismo de cierta izquierda, la misma que arrastraba por el fango a John Ford por parecidas razones.

Eastwood fue desde sus comienzos una especie de ángel libre, lacónico y hierático. Un ángel con poncho, perdido por tierras almerienses, filmado por Sergio Leone, en aquella trilogía del dólar, inesperadamente audaz.  Eastwood con o sin sombrero, haciéndose a sí mismo, sin más método que el de su carisma y el de su intuición. Desde sus primeros años tuvo muy claro que el éxito le terminaría acompañando, más tarde o más temprano. Y le llegó en la mitad del camino de la vida del que hablaba Dante en La divina comedia.  

Me recuerdo en un cine gaditano viendo El cadillac rosa, probablemente una de sus peores películas, una mala revisión de la mucho más estimulante Ruta suicida. Por eso esta la dirigió él y la otra se la cedió a su colega Buddy Van Horn. Me recuerdo entonces en un cine semivacío, pero mostrando desde muy joven mi fidelidad a su cine. Evoco en mi temprana memoria cinéfila aquella primera vez de Infierno de cobardes o de El jinete pálido, dos westerns de ultratumba, que me fascinaron. O aquella primera vez de Primavera en otoño o de Bird a las que yo siempre citaba cuando me citaban el Eastwood de trazo más grueso, como diciendo a quienes me inquirían: ¿Pero no habéis visto la sensibilidad de Eastwood en Primavera en otoño? ¿O a su amor al jazz y a Charlie Parker en Bird? ¿No habéis visto cuán delicado puede llegar a ser? Por eso a mí no me sorprendió Los puentes de Madison vista en otro cine gaditano, que me hizo llorar como suelen hacer llorar las buenas películas.

Crecí con Eastwood, yo que nací el año de aquella peli de losers Un botín de 500.000 dólares en la que Eastwood hizo debutar como cineasta a Michael Cimino. Todo el cine de Eastwood revela hasta que punto le ha interesado acercarse a la derrota, a la fragilidad del ser humano, al hombre que ha de pelear duro contra las adversidades. Sus mejores películas, incluidas las últimas, Mule o Richard Jewell, se adentran en personajes que forman parte del barro de la realidad cotidiana, enfrentados a circunstancias muy particulares. Ese lado humano del cine de Eastwood es mucho más predominante que el estereotipo que algunos han construido sobre él a partir de las secuelas de Harry el sucio, que por cierto siempre me pareció un western urbano memorable y una de las grandes películas de los años setenta.

Algunos se apuntaron al carro de Eastwood cuando ganó el Oscar. Lo agasajaron en los noventa, pero para mí el Eastwood esencial es el de los setenta y ochenta, el que me marcó como espectador adolescente. Aquel joven de apenas catorce años que sufría cuando le apalizaban en La jungla humana y buscaba todas sus películas en los videoclubs de la época. Fui escalador con él en Licencia para matar, me escapé con él de Alcatraz, fui a su lado artista circense en Bronco Billy, cantante country en El aventurero de medianoche y me creí hasta John Huston en Cazador Blanco, corazón negro. Recuerdo que nunca le dejé de lado ni en sus peores películas. Hasta podría recordar la carátula en Beta de Duro de pelar donde el orangután Clyde le robaba a Eastwood varios planos.

En otro cine, a finales de 1993,  vi Un mundo perfecto, otra de sus obras maestras. Me acuerdo que fui con mi madre a verla y que dejamos a mi padre en casa, aquejado ya de la enfermedad que acabaría con su vida. Mi padre que había nacido el mismo año que Clint Eastwood, que este año debería haber cumplido sus mismos noventa años.

Me acuerdo en este mayo postrero de una charla que ofrecí sobre el cineasta en ese mismo colegio mayor sevillano en el que desvelado no perdí detalle de la ceremonia de los Oscar que encumbró a Sin perdón. Era la hora del café, la sobremesa. Tímido, nervioso, empecé a relatar mi visión del cine de Clint Eastwood. Los presentes, colegiales como yo, se sorprendieron de mi locuacidad eastwoodiana, sin papeles, solo con la memoria como mi mejor aliada. Solo tenía dieciocho años, pero algunas certezas que me ha dado el mundo del cine no cambian jamás. Uno es fiel a sus principios y a sus pocas certezas adolescentes. Y la certeza de Eastwood, probablemente el último cineasta de mirada clásica, es una de ellas.

Eastwood al que recuerdo con Jean Seberg en La leyenda de la ciudad sin nombre o con Sondra Locke en Impacto súbito, en la prosa de Carlos Fuentes o de José Luis Guarner, en los libros de François Guerif o de mi amigo Paco Reyero, en la portada de Times o de Cahiers du cinéma. El ángel con o sin sombrero, nonagenario, que al mirarse al espejo ve todos sus personajes rondándole, plano a plano, verso a verso. Todos esos personajes que contribuyeron a engrandecer su leyenda que nunca morirá. Desde aquel hombre sin nombre enigmático filmado por Leone al Walt Kowalski de Gran Torino filmado por él mismo. Cine incomparable, cine en estado puro, cine que ya no volverá.