La luna de Bertolucci
EN LA MUERTE DE BERNARDO BERTOLUCCI me acordé de La luna, una de sus películas menos apreciadas de la década de los setenta en la que alumbró la controvertida El último tango el París y el fresco histórico de Novecento. La luna me parece una obra profundamente poética que encierra aciertos y desaciertos pero dice mucho de la búsqueda del cineasta, de su hondura, de su manera de sentir el cine. Bastaría la simbólica secuencia inicial para revelar la grandeza de un cineasta. Todo lo que luego va a contarse está en ese prólogo de enorme sutileza. El niño que juega, la madre que de pronto le desatiende para bailar un twist con el padre (oh, Peppino di Capri cantando Saint Tropez) y la abuela que contempla la escena y consuela al niño que siente el distanciamiento de la madre, la afamada cantante de ópera entregándose a la alegría de vivir, a la banal melodía confortadora.
Todo se tornará menos idílico cuando aparezca Roma, hermosa y abrupta, melancólica y rotunda. Asistiremos muy pronto a la muerte del padre, al funeral, a la progresiva caída en desgracia del hijo adolescente. Empieza ahí a enturbiarse la relación madre-hijo, aparece la droga como enemigo mortal y la película se desgarra pero siempre sutilmente. Porque Bertolucci filma y encuadra como poeta. Ataja el mundo íntimo, la villa romana y también la ciudad con sus callejas e iglesias.
En la muerte de Bertolucci me acordé de La luna, de los cordones umbilicales que nos atan para siempre, del relato incestuoso, del mito de Edipo, del cine donde ponen Niágara, de los patinadores callejeros, de los amores filiales que duelen, de Jill Clayburgh buscándose en las arias de Verdi, de las óperas en las que se entremezclan vida y muerte.
Y pensé que hay un cine que se pierde, un cine que no vuelve, una sensibilidad que es hija de un tiempo que no retorna. Bertolucci es febril hijo del cine de los sesenta, de esa exploración febril sin precedentes que constituyeron los nuevos cines. La luna es quintaescencia y epílogo de un modo de mirar, de abrazar estancias y cobijar un lacerante retrato íntimo, de una madre y de un hijo, dolorosos y enigmáticos. Lo que traerían los ochenta y las décadas siguientes ya sería otra cosa. Cierto desengaño vital y cierto desencanto que Soñadores parece combatir por su regreso a un cine ya perdido. Pero jamás -destello ocasional al margen- regresaría Bertolucci a aquel impulso creativo que marcó sus obras maestras. Y especialmente la menospreciada y romana La luna que iluminó el gran Vittorio Storaro.