La ley de Elia Kazan

La conciencia, eso puede volverte loco.
Terry Malloy en La ley del silencio.
Leo en Arde este libro el conmovedor libro de Fernando Marías: «He vivido dentro de las películas desde niño. No siempre, solo a veces, pero en ocasiones me sorprendo a mí mismo descansando en ese hogar etéreo que podría ser también el más duradero de todo mi periplo, e incluso el único que permanecerá cuando mi vida se asome a su final. El cine».
Pienso en estas palabras al volver sobre La ley del silencio, obra maestra de Elia Kazan, cineasta de la eterna controversia por su delación en tiempos del feroz y férreo macartismo.
Kazan alcanzó prestigio teatral antes que cinematográfico, moviéndose con brillantez en la escena neoyorkina. El mismo año que debuta como director teatral entra a formar parte del Partido Comunista. Nos encontramos en 1934 veinte años antes de La ley del silencio. Lo explican muy bien Tavernier y Coursodon en 50 años de cine norteamericano, obra que no me cansaré de citar, y que está en mi canon de libros de cine, si quedaba alguna duda. Para ellos Kazan es el cine y de todas sus películas citan a Esplendor en la hierba como la gran obra del cineasta. Para llegar a ella hay un periodo clave, entre 1952 y 1955 en el que Kazan estrena Un tranvía llamado deseo, ¡Viva Zapata!, La ley del silencio y Al este del edén. El problema es que su cine de los cincuenta se enmarca en el contexto de la caza de brujas del macartismo y en la declaración de Kazan ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Teniendo en cuenta esa declaración, decir Kazan, y lo apunta la dupla Tavernier & Coursodon, es nombrar la bicha por el enjuiciamiento moral que aún acarrea su figura. Cuando lo que hay que enjuiciar, pasado el tiempo y los años, es su cine, la honestidad estética que tuvieron sus películas, después de haber sido el director más grande de Broadway.
Pero hay árboles que no dejan ver el bosque. En el haber de Kazan está el haber fundado la muy influyente escuela dramática Actor’s Studio de Nueva York en 1947, junto con Robert Lewis y Cheryl Crawford. Esta escuela era continuación metodológica del denominado Group Theatre cuya actividad se desarrolló entre 1931 y 1941 y llevaba a la práctica las teorías de interpretación naturalista de Stanislawsky al cine. Con ese método se formaron Marlon Brando, Karl Malden o Eva-Marie Saint, principales intérpretes de La ley del silencio.
Brando y Kazan se cruzan en Un tranvía llamado deseo, el drama túrbido de Tennessee Williams que había triunfado previamente en Broadway. Ahí nace la leyenda cinematográfica de Marlon Brando, que repetirá con Kazan en ¡Viva Zapata! y en La ley del silencio, cuyo título original fue On the waterfront. Película que tiene que ver con el propio contexto de listas negras de Hollywood, bien estudiado por Reynold Humphries en un libro que editó en nuestro país la editorial Península. También Roman Gubern, sintetizó la cuestión en otra publicación La caza de brujas en Hollywood.
Kazan, como ya he apuntado, había militado en el Partido Comunista en los años treinta y fue depurado por la Comisión de Actividades Antiamericanas. Como forma de abjurar de aquella militancia termina denunciando a quince antiguos miembros del Partido Comunista. La delación como respuesta, la mácula sobre su currículum -el hombre y la circunstancia orteguiana- y La ley del silencio como película justificadora de sus actos. Es fácil cuestionar a Kazan sin ponerse en su piel y analizar el contexto tan polarizado de aquella sociedad. Ni justificarlo ni mandarle al infierno. Todo tiene un término medio.
Claro que La ley del silencio es mucho más que eso y merece verse como una obra profundamente humana. Nos hallamos ante una estupenda película dramática con un Brando sensacional, ex púgil y colombófilo, que se enamora de Eva-Marie Saint, mientras el sindicato portuario, controlado por la mafia, le conduce a un callejón sin salida. Me gusta especialmente esa escena tan delicada, tan sutil, en la que ambos van a un local a tomar una cerveza. Se hablan, se buscan, se tantean, se miran a los ojos, tan distintos, pero ya enamorados.
La ley del silencio es una obra maestra de los años cincuenta, refrendada en esta ocasión por los Óscar de Hollywood, con uno de esos finales épicos y líricos que están en la historia misma del séptimo arte. ¿Dónde andaba mi padre en 1954, el año de La ley del silencio? Seguramente, recitando, en algún atardecer gaditano versos en La Caleta que daba nombre a su revista de poesía, entonces en marcha. Qué lejos quedaba aquel Cádiz de los cincuenta del Hollywood dorado, de aquel Marlon Brando, estrella rutilante de un cine irrepetible, que escribió un libro de memorias titulado Las canciones que mi madre me enseñó, lectura que pudiera combinarse con Mi vida de Kazan, ambas traducidas a nuestro idioma, y esenciales para conocer las motivaciones que condujeron a La ley del silencio.
La película tuvo un primer tratamiento de guion que había firmado el dramaturgo Arthur Miller, amigo y colaborador escénico de Elia Kazan que había llevado a Broadway Muerte de un viajante. La actitud de Kazan ante el comité de actividades antiamericanas es el detonante de la ruptura de su amistad con Miller que en 1953 escribe y estrena Las brujas de Salem, parábola del macartismo. Kazan responde con La ley del silencio, cuyo guion termina en manos de otro delator, Budd Schulberg. A su vez Miller contraatacará un año después con un drama portuario titulado Panorama desde el puente que muestra su repulsa hacia los delatores y que terminará siendo llevado al cine por Sidney Lumet.
Vista hoy La ley del silencio sigue siendo una obra fuertemente emotiva, una narración magistral y poderosa de Kazan, una denuncia eficaz de la corrupción mafiosa de los sindicatos portuarios a través del personaje encarnado por Brando, el ex boxeador Terry Malloy que tras la muerte de su propio hermano se ve impelido a rebelarse ante una situación que considera injusta. En ello también influye el amor que siente hacia Eddie y la propia influencia del padre Barry.
Brando brilla con luz propia en La ley del silencio. El productor Sam Spiegel había propuesto a Frank Sinatra para hacer de Terry Malloy, pero finalmente Brando fue el elegido. Solo él podía resolver del modo preciso aquella secuencia con Rod Steiger, su hermano en la ficción, en la parte trasera de un taxi, cuando le amenaza a punta de pistola y hay un dolor en ambos que traspasa la pantalla del cine. La ley del silencio es Brando y es también Karl Malden con su nariz rota y Eva-Marie Saint, cabello rubio, rostro delicado y una de las más discretas y sensitivas actrices norteamericanas de finales de los años cincuenta, tal como escribió David Thomson. Eva-Marie Saint pasaría en la misma década de rodar con Kazan a encontrarse con Hitchcock en Con la muerte en los talones, en el año de gracia cinematográfico de 1959 en el que Truffaut se estrenó con Los cuatrocientos golpes. Otro de los actores de La ley del silencio es Lee J. Cobb que hace del jefe mafioso de todo el entramado portuario y que terminará cruzándose con Clint Eastwood en La jungla humana.
La fotografía en blanco y negro de Boris Kaufman, que había trabajado con Jean Vigo, es otro de los fuertes de la película y ayuda a realzar la magnífica atmósfera portuaria de toda la película. También la banda sonora de Leonard Bernstein es otra baza importante. Pero toda la película queda resumida en la labor interpretativa de Brando, en su potencia y personalidad, pero también en la vulnerabilidad que confiere a su personaje. El actor está empezando a imprimir su leyenda en el cine en ese preciso momento. De ahí que La ley del silencio sea una obra trascendental por varios motivos y una muestra de la capacidad de Kazan de moverse entre el realismo más descarnado y la poesía indudable de algunas secuencias. El drama romántico se cruza con el alegato social. Y todo ello hasta ese final apabullante, épico, con el personaje de Brando, desafiante frente a la intrusión mafiosa, sacando fuerzas de flaqueza, tras ser apaleado, en busca de comenzar una jornada de trabajo que cambiará para siempre la suerte de los propios trabajadores. Hay una gran verdad ahí, en ese final agónico filmado por Kazan, uno de los grandes momentos del cine.
En el mes de marzo de 1999 Elia Kazan recibió un más que merecido Oscar honorífico de manos de Martin Scorsese y Robert de Niro. Pese a los merecimientos artísticos hubo división de opiniones. Cuarenta años más tarde la delación ante el comité seguía persiguiendo a Kazan, griego, nacido en Estambul, criado en Estados Unidos, extranjero en todas partes. Aquel hombre de teatro y de cine tuvo miedo y se entregó a la delación. El tiempo demostraría que quienes abrazaron el comunismo, como forma lícita de oponerse al fascismo, lo hicieron en nombre de una ideología también totalitaria, tal como demostrarían Stalin o Mao. No eran tiempos fáciles, ni mucho menos. La hostilidad de la caza de brujas es hija directa de la Guerra Fría. No debía ser fácil desenvolverse entre tantas presiones. Y el tiempo lejos de curar las heridas ideológicas del pasado las volvía a abrir. Y aquel Oscar a toda su carrera tuvo el sabor amargo de quienes no podían perdonarle ni comprenderle.
Scorsese lo comprendió cuando filmó A letter to Elia, carta de amor a su cine. Cualquiera pudiera comprenderlo volviendo a ver una película de Kazan. Como La ley del silencio, una película citando a Roger Ebert, poderosa e influyente, que perpetuó la inconmensurable influencia de Brando en el cambio del modelo interpretativo de los actores estadounidenses de los años cincuenta.