Johan Cruyff
Con el 14 a la espalda saltó el flaco al Olimpico de Munich para disputar con Holanda la final del Mundial de 1974, su único Mundial, porque luego desistiría de acudir al Mundial de la convulsa Argentina del dictador Videla aunque sus razones no fueran estrictamente políticas sino personales. Como rival de aquella final aguardaba la anfitriona, la Alemania de Franz Beckenbauer.
Johan Cruyff era ya el número 1 indiscutible con portada incluida en la revista Times. En Alemania había brillado con luz propia al igual que su selección, la llamada naranja mecánica que había destrozado literalmente a rivales como Argentina o Brasil. A finales de los años sesenta en su libro Profesionales del fútbol Kenneth Wolstenholme ya le vaticinaba un lugar entre los más grandes futbolistas del mundo. En 1974 Cruyff era jugador del Barça y estaba en el momento álgido de su carrera. Dominador del continente europeo con el Ajax de Amsterdam ahora buscaba un Mundial del que era indudablemente merecedor. Pero el fútbol no es una ciencia exacta y el fútbol total de la Holanda de Rinus Michels no pudo superar a Alemania, Y el catorce abandonó el campo sabiendo que no habría próxima vez.
Pero queda la música de cámara de Cruyff, el fuego naranja como lo llamó Eduardo Galeano, director de orquesta y músico de fila de una selección inolvidable. En aquella final perdida el holandés nada errante dejó para la posteridad una jugada tan eléctrica como los Rolling Stones. Fue la única acción en la que pudo zafarse del pegajoso marcaje al hombre de Berti Vogts. En esa jugada Cruyff revela su grandeza como futbolista. Se adueña del balón en el centro del campo y con un par de amagos deja fuera de combate a Vogts para emprender un vertiginoso camino hacia la portería contraria defendida por Maier. Un defensor alemán derriba a Cruyff y el arbitro señala el punto de penalti. En apenas un minuto Cruyff había revolucionado el partido con un cambio de ritmo que ninguna defensa podía parar sin cometer una infracción. Su tocayo Johan Neeskens ejecutó el penalti y aunque Holanda no fuera capaz de mantener esa ventaja fue indudablemente el vencedor moral de aquel torneo y de aquel competido partido. Aquella Holanda de futbol total y estética pop de Cruyff y compañía sigue en la palpitante memoria balompédica.
El holandés hizo también grande al Barça al que llegó en 1973. Hasta Mario Vargas Llosa le vio jugar muchas veces en el Nou Camp al lado de su compatriota Hugo Sotil, proyección futbolística del boom de los escritores latinoamericanos que residían en la ciudad condal. Cruyff revolucionó el fútbol español y dio vida y gloria al Barça en el alambre del presidente Montal. Luis Carandell, pendiente del show celtibérico, le dedicó al holandés un romance en las páginas de Triunfo. Y por supuesto Manuel Vázquez Montalbán que citando una viñeta de Perich se refería al Cruyff de Fútbol Barcelona, pura metonimia. Todos los caminos desembocaban en Cruyff, ídolo de la hinchada culé, Herbert Von Karajan de aquel cinco a cero que humilló al Real Madrid en el Bernabeú en negrísima noche liguera.
En aquel Barça estaban también Rexach, Sotil, Asensi, Costas, Rifé, Gallego o Juan Carlos. Y bajo los palos la experiencia contrastada de Sadurní. Pero nada hubiera sido lo mismo sin Cruyff, un fichaje complejo, de intrincada novela de espías de John Le Carré. Vázquez Montalbán se refería a su instinto posicional y a sus cualidades ofensivas. Todo eso lo escribía en la citada Triunfo en septiembre de 1973.
Cruyff resultó providencial en la consecución del campeonato liguero del curso 1973-1974. Aquella primera temporada su fútbol fue sublime, casi sin interrupción, aunque los siguientes años bajara algo su rendimiento. Pero las musas no siempre están de parte de los poetas y Cruyff era un poeta que escribía versos de arte mayor sobre la hierba y que luego supo destacar como técnico, referencia ineludible para el Barça de Guardiola y precedente de la edad más dorada del barcelonismo. Johan Cruyff puso los cimientos de lo que vendría más tarde. La primera Copa de Europa del Barça tuvo en él su inspirador desde el banquillo. Hasta yo -madridista confeso- celebré el trallazo de Ronald Koeman en Wembley frente a la Sampdoria.
Para mí fue el más grande entre los grandes, porque nadie como él supo encarnar la elegancia a la hora de driblar, de encarar a un contrario, de dibujar un pase o un remate imposible. Su manera de pararse en seco, para luego inventarse un regate y ejecutar un cambio de ritmo tiene pocos equivalentes. En las botas de Cruyff estaba concentrada toda la historia del fútbol. Su mera presencia en un campo de juego justificaba el pago de una entrada.
En el mes de febrero de 1977 protagonizó una controvertida portada en Don Balón. El Barça había jugado un partido de liga contra el Málaga y el holandés se enfrentó al colegiado de la contienda Melero Guaza, discutiéndole alguna de sus decisiones. Pese a que su equipo ganaba, Cruyff terminó expulsado por acordarse de la madre del señor Melero, según éste reflejaría en el acta. El holandés lo negó y arguyó que sus palabras fueron ¡Manolo, marca allá!, dirigiéndose a su compañero Manolo Clares. El escándalo estaba servido. Varios aficionados saltan al campo y agreden al colegiado y el caso Melero adquiere tintes tan sonados como el caso Guruceta, acontecido la década anterior. Y Cruyff se sitúa en el centro de la polémica temiéndose una sanción de varios partidos. Don Balón lanza una polémica portada con un fotomontaje de Cruyff convertido en Cristo de Velázquez, epicentro de la saña de la España más veleidosa, la que te sube y te baja en cuestión de segundos. La portada de Don Balón ofende a la España católica y el gran José María García -convertido ya en estrella de las ondas- ha de dimitir como director de Don Balón.
Pero más allá del intenso anecdotario que le acompaña, de su fuerte carácter, perdurará en la memoria del aficionado el grandísimo futbolista que fue y que seguirá siendo. Con el 14 a la espalda vuelvo a evocarle, joven e inmortal, impartiendo lecciones de juego en cualquier estadio o enfrentándose a Pelé en el partido de consolación de un Trofeo Carranza con el mar de Cádiz al alcance mismo de su mano. Y termino donde empecé, evocando aquella final del Mundial de 1974 que no viví pero sobre la que he fabulado muchas veces. ¿Y si esta vez al revivirla de nuevo el flaco la ganara y marcara el gol del triunfo en un remate de espuela parecido al que le hizo al Atlético de Madrid en un partido de liga? La historia de los mundiales le haría justicia. Descanse en paz el genio del balón.
Descanse en paz. Gracias Luis, como siempre, aprendiendo y como otras veces haciéndome recordar, presentándose ante mí los recuerdos dormidos pero siempre alertas. Butaca mecedora de mimbre, su butaca , la de mi padre; televisor encendido y transistor en la mano. Yo, sentada junto a él sintiendo y viviendo su silenciosa alegría por las jugadas que su admirado Johan Cruyff hacía triunfar a su Barsa.
Hermoso recuerdo de tu padre, Ana. Gracias por compartirlo. Un beso.