Goldfinger & Sin tiempo para morir (Mi nombre es Bond, James Bond)
Mientras naufragamos entre huellas digitales y pantallas de móviles, con la cabeza gacha, conectados con el mundo, pero ajenos al contacto humano, olvidamos que la experiencia del cine en pantalla grande es incomparable y tiene algo de esa sociabilidad perdida, de cuando la gente iba al cine para compartir una película y encontrarse consigo mismo o con los otros. Esas dos horas largas en las que uno puede precisamente alejarse de esas otras pantallas, de las machaconas actualizaciones de estado, de los narcisistas virtuales, para entregarse a una película, sin estar pendiente de la foto de fulanito en Instagram o del penúltimo exabrupto de mengano en Twitter.
Volver al cine, tras la severa interrupción pandémica, podría concebirse como un acto terapéutico, y volver a Bond, a James Bond, escuchando una vez más como aperitivo glorioso el espléndido “The James Bond Theme” de Monty Norman, del que se apropió John Barry. Regresar a la senda de 007, con licencia para matar, supone recuperar aquella cinefilia primera en la que, en mi caso, aparecía, entre otros iconos, el Bond encarnado por el tantas veces menospreciado Roger Moore, que por razones sentimentales y generacionales fue mi Bond más característico, sin negar que Sean Connery ha sido el mejor Bond de la historia.
No es mal plan concebir un programa doble que abra con James Bond contra Goldfinger, una de las grandes películas de la saga, y concluya con Sin tiempo para morir, el último Bond hasta la fecha y casi una elegía al personaje y a la manera de entenderlo y concebirlo por parte de Daniel Craig, un actor que ha sabido otorgarle su personalidad al agente 007 y al que cada vez le veo más parecido al gran Steve Mc Queen, salvando las distancias. No en vano se barajó su nombre para una película sobre el actor que respaldaba incluso la que había sido su última mujer.
He leído que el Bond de Sin tiempo para morir traiciona el espíritu y la letra de Ian Fleming, que incurre en lo políticamente correcto, que es un Bond domesticado, que de pronto siente y padece, se enamora de una mujer, que a su vez -¡oh cielos- es la madre de su hija -maldito spoiler- Un Bond padrazo, de sentimientos, cuasi abstemio, sin martinis que llevarse a los labios y que no corresponde con el que yo al menos he percibido en la gran pantalla. La serie Bond, con Craig de protagonista, asumía una cierta melancolía que esta ultima entrega rubrica. Es una evolución casi lógica del personaje y sus fantasmas.
Más allá de los reproches que se le han hecho Sin tiempo para morir aúna numerosas virtudes y es sobre todas las cosas un gran entretenimiento, que no es decir poco, una película que pasa en un suspiro y es como la infancia recuperada, cuando nos poníamos una de Bond y éramos inmensamente felices entre suspenses, flirteos, cabriolas, gadgets y persecuciones del imperturbable, flemático y enamoradizo héroe.
Israel Paredes escribía en Dirigido por (octubre de 2021) -y yo suscribo-, que el ciclo Bond-Craig debería quedar como uno de los proyectos más interesantes del cine contemporáneo. En concreto, la última de la serie, conjuga admirablemente el thriller con el cine de acción, mezclando el entretenimiento con la dimensión trágica que termina apoderándose de la película. Sin tiempo para morir aparece firmada por el californiano Cary Fukunaga que se reveló como buen cineasta en la primera temporada de True detective. Este Bond crepuscular tiene un arranque espectacular, marca de la saga, a la luz del crudo y níveo invierno en una secuencia poderosa de venganza, asesinato y sorpresivo desenlace en el hielo que marca el relato. Luego mantiene la tensión durante todo el metraje con apariciones tan luminosas como la de Ana de Armas en la parte que transcurre en Cuba. Craig es un Bond a la deriva, retirado, desencantado, desengañado, que vuelve a la acción en una última misión.
Sin tiempo para morir cumple sobradamente las expectativas y sintetiza al personaje y a la saga entera, sin incurrir en una visión monolítica del mismo, sino acorde también a los tiempos que corren. La película busca en el clímax final su esencia, la emoción y la catarsis dentro de la épica.
Es este un dignísimo Bond, heredero del canónico que modelara a su gusto Sean Connery en los años sesenta. Sin tiempo para morir se encomienda en los créditos finales a Louis Amstrong cantando “We have all the time in the world”. Mientras James Bond contra Goldfinger empezaba, tras el introito característico, con una rutilante Shirley Bassey cantando “Goldfinger”, una de las piezas más célebres de todos los Bond.
James Bond contra Goldfinger fue el tercer Bond con Connery, quien confirió al personaje una credibilidad, sutileza e identidad tan robustas que luego sería difícil aceptar un nuevo Bond con otras facciones, aunque Roger Moore, potenciando lo caustico y pese a su inexpresividad, fuera mejor Bond de lo que se ha dicho. Lo que Connery tuvo desde el principio es esa masculinidad del hombre de acción que llega al cine para quedarse, para dejar huella, tras sus años de culturismo y de modelo del pintor Richard DeMarco. Una vez hecho a 007 y a sus armas de seducción, Connery no quiso que el personaje lo esclavizara y en los sesenta aceptó proyectos para desviarse de la creación de Fleming, como la estupenda Marnie la ladrona en la que trabajó para Alfred Hitchcock o La mujer de paja en la que se puso a las órdenes de Basil Deadern. En las antípodas del aseado, imperturbable y cínico Bond sesentero de Connery se colocarían algunos papeles que interpretó en los años setenta, como el del oscuro sargento de policía que interpreta en la perturbadora La ofensa (Sidney Lumet, 1973) una de las grandes películas del actor escocés, tampoco suficientemente referenciada.
James Bond, a través de la representación cinematográfica, se convirtió en un mito pop de los sesenta en filmes preferentemente hedonistas que suponían como un alivio y una distracción necesaria para el espectador frente a los años de Guerra Fría. Bond dio el salto al cómic, consolidándose en este campo a través del tándem que formaban John McLusky como ilustrador y Henry Gammidge como guionista. Otro detalle que potenció el espíritu pop de la saga son las canciones, perfectamente integradas en los títulos de crédito iniciales, y que fueron señas de identidad de cada una de las películas de James Bond. No podemos pensar en Goldfinger sin mencionar a Shirley Bassey, interpretando la expresiva canción homónima, con letra de Leslie Bricusse y Anthony Newley y aires no disimulados de lounge music. “Goldfinger” es una de las grandes canciones del universo Bond y uno de los hitos del repertorio de Bassey que la interpretó reiteradas veces, por ejemplo en uno de sus recitales en el Royal Albert Hall de Londres en 1974. En Sin tiempo para morir es la californiana Billie Eilish quien canta la canción principal.
Pero no pretendo desviarme del programa doble sugerido. James Bond contra Goldfinger asoma su testa en 1964 y la dirige Guy Hamilton, un competente artesano que trabajó como asistente de Carol Reed en la legendaria El tercer hombre y encontró la muerte en Palma de Mallorca en 2016. Hamilton cumple sobradamente su cometido y esa misma década filmó la mejor de las aventuras cinematográficas de otro agente secreto, Harry Palmer, en Funeral en Berlín, película de 1966. Por tanto, no hay que desconsiderarle como cineasta, pese a que su filmografía no se prodigara en títulos importantes. Hamilton firmó otras películas de la serie Bond, entre ellas El hombre de la pistola de oro, a mi juicio una de las mejores con Moore de protagonista, memorable por el villano que encarnaba el gran Christopher Lee, Francisco Scaramanga.
El Bond de Goldfinger ha gozado siempre de prestigio, hasta el punto de ser considerada la mejor película de la etapa Connery, incluso por encima de la también muy citada Desde Rusia con amor a la que solía rendir pleitesía Carlos Pumares en aquellas noches radiofónicas del inolvidable Polvo de estrellas. Hamilton se muestra ingenioso en la secuencia que sirve de prólogo de la película cuando Bond descubre a un hombre que está a punto de golpearle aviesamente por la espalda y su reflejo le llega por la pupila del ojo de la bailarina a la que está besando. El flirteo en medio de la acción, a lo que sumar algunos elementos de suspense influenciados por Hitchcock, sombra alargada en cualquier película de intriga que se precie. Otro distintivo de las películas de Bond es la ironía que aligera la trama, huyendo conscientemente de la tentación solemne, del sesudo filme de espías y agentes secretos. Goldfinger funciona como canon de la serie Bond y como divertimento. También como hija ineludible de la mentalidad e ideología de su tiempo. Absténgase revisionistas de medio pelo.
James Bond contra Goldfinger asume todos los elementos que serán propios de la serie. Uno de ellos, en lo que concierne a los personajes secundarios que trabajan con Bond. Es el caso de su secretaría Moneypenny, aquí Lois Maxwell, y del superior M, aquí Bernard Lee, a los que 007 rendirá visita en cada nueva aventura. También se erigirá en recurrencia el agente Q, en Goldfinger interpretado por Desmond Llewelyn, con sus ingeniosos gadgets. Otra marca de la casa será la secuencia inicial, como trepidante prólogo para entrar en acción, los muy característicos y formidables títulos de crédito, en la onda de Saul Bass, con canción incluida, envueltos en sugestivas figuras femeninas, que aquí no firma Maurice Binder, sino Robert Brownjohn.
A cada entrega de Bond le corresponde un villano de altura, con un plan siniestro y destructivo. En esta ocasión el malo malísimo es Goldfinger al que interpreta Gert Fröbe, actor alemán cuya juventud coincide con el auge del nazismo, del que termina desvinculándose hasta el punto de ayudar a huir a dos judíos de las manos sucias de la Gestapo. Primero violinista, tuvo más tarde su experiencia en el teatro y en el cabaret, hasta encontrar su lugar en el cine. Antes de Goldfinger, interpretó al despiadado asesino de niños de El cebo, aquella magistral rara avis del cine español que dirigió el húngaro Ladislao Vajda, basándose en una novela de Friedrich Dürrenmatt. Los productores de Bond, Saltzman y Broccoli, claves para entender el fenómeno, fijaron su atención en Fröbe e incluso le pagaron más que a Connery, cosa que al actor no le sentó nada bien, marcando a partir de ahí su progresivo distanciamiento con el personaje que le dio fama. En Sin tiempo para morir la villanía viene de la mano de Rami Malek, que aquí no se arranca por “Bohemian Rhapsody”, aunque ya es inevitable verle y pensar en su espléndido Freddy Mercury.
En Goldfinger Bond-Connery desdeña de Los Beatles y se enfrenta al peculiar guardaespaldas de Goldfinger, de nombre Oddjob interpretado por Harold Sakata y que usa su sombrero como arma homicida. También hacen acto de presencia las despampanantes chicas Bond, azote de la nueva inquisición revisionista que solo verán en la mirada de la saga Bond a la mujer una reprobable muestra de cosificación. Pero habrá que analizar las cosas en su contexto y disfrutar, pese a todo, revisionistas pelmazos sin sotanas al margen, del espectáculo que nos brinda una película de evasión como James Bond contra Goldfinger, muy bien rodada por Hamilton.
Goldfinger tiene algunas secuencias y momentos memorables, algunos protagonizados por el icónico Aston Martin, con sus gadgets incorporados, con el que Bond hace frente a sus perseguidores, tal como hará Daniel Craig con otro bólido en Sin tiempo para morir en la secuencia inicial de la película. Otra gran secuencia de Goldfinger es aquella que tiene lugar en los bosques suizos en la que Bond se enfrenta a los esbirros de su antagonista. Otra escena de impacto es la del asesinato de uno de los ligues de 007, Jill Masterson, interpretada por Shirley Eaton, que paga con su vida la traición a su jefe Goldfinger. La imagen de su cuerpo desnudo cubierto con una espesa capa de pintura de oro evidencia que ha sido asesinada de un modo poco usual, por asfixia cutánea. Shirley Eaton será portada de la revista Life con el cuerpo bañado en oro a imagen y semejanza de la famosa secuencia de Goldfinger.
Sin tiempo para morir y Goldfinger dialogan a través del tiempo. Connery se toma un martini con Craig y Shirley Eaton conversa con Léa Seydoux al caer la tarde. La fascinación por la serie permanece intacta, descrita por Claude Monnier en un libro titulado James Bond, une esthétique du plaisir que leo en una tarde ventosa de un mes de octubre tras haber ido al cine a ver y a disfrutar de Sin tiempo para morir, un Bond electrizante que se despide. Monnier define las claves de las aventuras de 007, la mezcla original de erotismo y espionaje, su propio lugar en la historia del cine, la plasmación precisa del realismo crudo de las novelas de Fleming y las influencias en todas ellas de cineastas determinantes como Hitchcock, Hawks o Lang.