Elogio de la discreción


A veces sería aconsejable tomar alguna distancia, alejarse del ruido del mundo, elegir la levedad y no esa trascendencia que todos creen atesorar. Entiéndaseme  bien, que uno forma parte del juego pero también puede mostrar sus reticencias y de pronto querer huir como ave solitaria del narcisismo nocivo de las redes sociales, donde cada cual se acoda a la barra de su bar particular para lanzar opiniones apresuradas sobre todo. Allí donde todo el mundo lanza su verdad sin fundamento, donde todos opinan sobre todo. Aunque hay excepciones, claro. Gentes que comparten sus inquietudes, que debaten con conocimiento de causa, escritores que no solo hablan machaconamente de sus libros y que son más por lo que leen que por lo que escriben.

Pero en términos generales está el que cuenta su vida en Facebook al minuto, exponiendo sus retoños a la contemplación diaria de amigos pero también de desconocidos. Y están los que revelan el día contra la violencia que sufre la mujer que su machismo encubierto es más machismo y menos encubierto porque también hay hombres agredidos -dicen- y la estadísticas mienten -vuelven a decir. Y está el que es muy de izquierdas y muy antifascista pero a la más mínima revela las señales de su intolerancia, de su bilis amarga, de su totalitarismo encubierto. Y están los fachas sin medias tintas, así tal cual. Y los muy españolistas y los muy catalanistas y todos amantes de la libertad hasta que el exabrupto los delata o la boutade mañanera, que si uno se levanta de mala ostia deja ese estado perenne en forma de tweet. Y luego están los anónimos, los cobardes que al amparo de su anonimato edifican su intolerancia revestida de un barniz de  virtud. Todo eso en nombre de la libertad de expresión. De esos conocemos varios y con miles de seguidores en la redes.

Todos se remojan en la red de redes a ver quien es el que la tiene más grande. Te dan me gusta, si les das me gusta, que eso es lo que se estila en el egoísmo de nuestros días formándose otro tipo de clanes o de tribus. Y hay poetas o escritores que no leen, que escriben pero no leen. Todo el santo día están en las redes sociales y uno se pregunta cuando escriben y cuando leen. Nos muestran lo que comen, a donde viajan, lo felices que están en su matrimonio o en su divorcio, lo que quieren, lo que aman y sienten a la caída de la tarde y con el despuntar del día y nos aperciben de esa felicidad que debiera vivirse antes de compartirse en una red social.

Vemos hasta profesores dando mal ejemplo a sus alumnos, todo el santo día dejándose ver. Ya hay psiquiatras y psicólogos que aconsejan alejarse de tanta inanidad como se aleja un barco mar adentro. Por salud, porque no se puede estar todo el día enganchado del móvil o del ordenador  cuando la luz del soleado domingo espera fuera como un reclamo. Uno quisiera quedarse con lo bueno de toda esta tecnología punta pero a veces duda. Y escoge lecturas como La discreción o el arte de desaparecer de Pierre Zaoui. Y piensa que antes los escritores no requerían de esta continuada exhibición de sus presentaciones, de sus ocurrencias, de sus libros presentados y publicitados doscientas veces por minuto. Cuando no hay sitio para tanto libro, para tanto ego, para tanto revolucionario que se queda en casa haciendo su revolución con su pantalla de ordenador parpadeante.

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Todos escritores, todos bloggers, influencers y todos los anglicismos que se nos ocurran habidos y por haber. Y Pierre Zaoui dando en el clavo en un ensayo aleccionador. Elogiar la discreción, alejarse del ruido, ser poeta verdadero y no mosca que ha de zumbar todos los días para revelar su impudicia. En estos tiempos ese es el verdadero mérito, el que ejercen los que dudan, los que a veces callan y no dan su opinión porque esta carece de base porque de todo no puede saberse, porque uno no puede ser a la vez jurista, médico, filósofo, historiador, científico y escritor. Bueno, escritor sí. Que hoy todo el mundo es escritor. Sin conocer un mínimo el oficio pero juntando letras para deleite de su parroquia que dice lo bien que escribe fulanito y fulanito que se cree Onetti sin haber leído a Onetti. Y así vamos.

Y volviendo a Zaoui uno quisiera ser más paseante solitario a lo Baudelaire y menos Warhol. Al sueño de los cinco minutos de fama oponer el arte de desaparecer, la lucha por el anonimato y por la invisibilidad. En estos tiempos que corren los verdaderamente osados son los que de pronto dudan de ese exhibicionismo perenne a lo Pablo Motos. Y se puede ser poeta pero al margen del coro de aduladores, de la corte de los premios rimbombantes y ganados de antemano. De pronto en la era del selfie la verdadera revolución está en la discreción. Esa que no manejan la mayoría de los políticos ni muchos escritores ni mucho españolito de a pie ni los famosos que lo son sin que tengan que tener ningún mérito para ello, simplemente de profesión famosos y con eso van y vienen por el mundo exhibiendo su fama, sus minutos de televisión, su estar en el candelero como máxima filosófica.

Qué bonito sería de pronto salirse del juego de la multitud vociferante que usa el insulto como moneda corriente. Y volver a ser uno mismo. Y ni etiquetar ni que te etiqueten. Y no estar pendiente del whassap y de todas esas servidumbres que nos rodean y que nos impiden volver a ese lugar en donde indudablemente nada nos podía distraer de una reunión entre amigos o familiares, de la lectura de un buen libro, de la hermosa contemplación de un paisaje o de una intimidad gozosa porque nada podía interrumpirla. Mirar sin ser mirados. Esos momentos de felicidad que no necesitaban de un número determinados de me gustas, de la aquiescencia de los demás, de los desconocidos que de pronto te felicitan por tu cumpleaños hurgando en tu privacidad con previo consentimiento.