El cromo de Pelé (in memoriam)

Nunca vi jugar a Pelé y en cambio le sentí siempre como uno de los ídolos balompédicos de mi niñez, contradiciendo a Juan Manuel de Prada que en las páginas de ABC venía a decir más o menos que Pelé solo podía estar en la memoria de quienes le vieron jugar y luego sería poco más o menos que olvido. Negar a Pelé su inmortalidad en el balompié -asumo el arcaísmo- conlleva cierto atrevimiento. En mi caso nunca vi jugar al diez del Santos y de Brasil, pero sí le busqué en libros, álbumes de cromos y partidos filmados como los del Mundial de México 70, ya en color, el último Mundial que Pelé disputó como parte de una legendaria selección brasileña.

Pelé ya había impreso su leyenda cuando pisó, ya crepuscular, la hierba del Carranza en el trofeo homónimo, enfrentándose en partido de consolación con el Barça de Johan Cruyff que venía a ser ese futbolista pop que reveló a Pelé como dios del fútbol. Se apagaban entonces los fuegos del verano de 1974, mientras a mí me quedaban apenas dos meses para salir del vientre materno.

El escritor y cineasta Gonzalo Suárez, cuando firmaba sus crónicas sesenteras de fútbol como Martín Girard, se cruzó con O Rei en Milán en 1963, antes de un amistoso Brasil-Italia en el que fue secado por Giovanni Trapattoni. Girard-Suárez buscaba entrevistar al Rey del Fútbol, misión ardua. Logró al menos intercambiar con él algunas palabras y de aquel encuentro quedó constancia fotográfica y hasta un regaló inesperado, las botas del ídolo, infortunadas aquella tarde milanesa ya que Pelé no anotó un solo tanto. ¿Cuántas botas embarradas se calzó, bajo la lluvia o el sol de justicia, cuantos pases al hueco, fintas, regates y goles firmó Pelé a lo largo de su carrera?

El mismo Gonzalo Suárez bajó pseudónimo pisó Cádiz antes que lo pisara Pelé. Describió la ciudad luminosa y sucia, como una deslumbrante dama que te hace olvidar su miseria, reflejada en los niños andrajosos que le perseguían. Martín Girard se entrevistó aquella vez en Cádiz con Luis Suárez que era el cerebro y el alma del Inter de Milán que formaba parte del cartel del Trofeo Carranza de 1962. Un par de años antes Pelé y Suárez se vieron las caras en el Trofeo Ciudad de Barcelona disputado en el mes de julio de 1960. Suárez con la camiseta del Barça y Pelé con la del Santos. Una foto da fe de ese encuentro en la que también aparece el gran Ladislao Kubala. Ganó el Barça cuatro a tres. Suárez anotó dos goles y Pelé uno.

Aquel Pelé de 1960 tenía el fútbol y la vida por delante. El de 1974 que disputó con el Santos el Trofeo Carranza andaba ya lejos de su mejor versión y jugó en semifinales contra el Español de Barcelona en el que debutaba Rafa Marañón. El Español se impuso al Santos por dos goles a cero. Marañón asistió en el primer gol y marcó el segundo. Y puede contar a sus nietos, bajo la lumbre del hogar, que se enfrentó a Pelé una tarde de fútbol en el Trofeo Carranza. El mismo Pelé que protagonizaría Evasión o victoria, película dirigida por John Huston, a la que el hijo de Rafa Marañón, el escritor cinéfilo Carlos Marañón, dedicaría todo un ensayo cinematográfico y balompédico titulado Un partido de leyenda.

Pelé en el Trofeo Carranza de Cádiz, 1974. Fotografía de Fernando Fernández.

Pelé con Gonzalo Suárez o con Rafa Marañón, en Milán o en Cádiz, de gira europea, o acrecentando su leyenda en el Mundial de México en los albores de los años setenta con aquel prodigioso no gol a Uruguay que recrea el novelista y cuentista Sérgio Rodrigues en El regate, una gran novela brasileña y futbolística. La jugada no dura más de diez segundos. Diez segundos pueden ser la eternidad y el instante a un mismo tiempo. Tostao conduce el balón. Levanta la cabeza y ve a Pelé como una exhalación por la banda derecha. Le pasa la pelota y entonces Pelé hace lo que no se espera que haga un futbolista cualquiera, pero es Pelé y hace lo que distingue a un futbolista como Pelé y se lo hace a un portero que también a su modo es leyenda, Mazurkiewicz. El portero de la selección uruguaya sale de la portería y cae de rodillas. Pelé busca lo difícil. Huye de lo fácil. Busca lo incierto y en lugar de tocar el balón lo deja pasar y se desplaza a la izquierda como un rayo, pasando por la derecha del meta uruguayo, para luego él mismo girarse a la derecha. Toda la acción del genio del balón es sorpresiva. Quiere el gol por el camino más difícil y falla, pero ha dejado una jugada para la posteridad. “Ese gol que no hizo -escribe Rodrigues en El regate– no es solo el mayor momento de la historia de Pelé, es también el mayor momento de la historia del fútbol”.

Un año antes de ese no gol O Rei marcó su gol número mil ante el Vasco da Gama que Eduardo Galeano, escritor uruguayo como Mazurkiewicz, como Zitarrosa, cantor de Garrincha en el ocaso, glosó magistralmente en El fútbol a sol y a sombra en donde también escribió: “Cuando Pelé iba a la carrera pasaba a través de los rivales como un cuchillo”. Pelé y la literatura, Pelé y las telarañas de la portería, Pelé y la vida misma agarrada al cuero de la pelota, Pelé y la samba, Pelé y el álbum perdido de cromos del Mundial de México, Pelé y el Mundial de Suecia de la precocidad y el deslumbramiento, Pelé y el Cosmos, Pelé y el niño que fuimos buscando al ídolo en las viejas revistas o en las voces perdidas de los locutores deportivos que cantaron sus hazañas.

Martín Girard ósea Gonzalo Suárez ya escribió en 1963 que Pelé saludaba y bendecía como si fuera un Papa y el representante de Dios en el césped. ¿No es acaso el fútbol una religión en busca de un Dios como lo vio Manuel Vázquez Montalbán? Pelé cuyo último suspiro coincidió con el del emérito Papa Joseph Ratzinger. Nada es casual o al menos no lo parece.