Día de lluvia en Nueva York
En tiempos de inquisidores y hostigadores Woody Allen ha respondido a la jauría con la profundidad de su arte nada efímero. Solo la estupidez puede guiar a quienes bloquearon la exhibición de Día de lluvia en Nueva York, una de esas películas de Allen que se considerará pequeñas, pero que encierran más grandeza que muchas películas y series de nuestro tiempo que suelen tener el beneplácito de la crítica.
¿Qué será de nosotros cuando Woody Allen deje de visitarnos con su estreno otoñal? ¿Cuántas películas del genio neoyorkino nos habitan y nos conforman desde que descubrimos, adolescentes, el blanco y negro recorriendo Manhattan? Hemos ido avanzando por el sendero al compás de su cine, de sus estrenos y de sus derivas filosóficas y existenciales y sus gloriosos divertimentos. Todavía me acuerdo del visionado en un cine sevillano de la luminosa Misterioso asesinato en Manhattan. Corrían los noventa. Yo era ese estudiante solitario y universitario al que salvaba el cine, que venía de haberse bebido todo el cine de Woody Allen en videoclubs y reposiciones televisivas.
Algunos querían sacar la pala de enterrador y de inquisidor para decir que Día de lluvia en Nueva York constata la muerte definitiva del genio inmoral. Pero el arte de Woody Allen es noble, honesto, profundo y nada cínico, y no deja de conmovernos con su aparente ligereza. En Día de lluvia en Nueva York fluye el sempiterno jazz, el aroma de la conversación y la vida armoniosa que de pronto se complica, como fluye la comedia sutilísima, hecha de giros y recovecos, y ese rincón en la noche en el que un piano aguarda las manos solitarias del pianista.
Allen suele refugiarse en la nostalgia del tiempo pasado, aunque sus personajes sean jóvenes y tengan la vida, el amor y el sueño por delante. Nos habla de un mundo casi extinguido que ya nadie querrá convertir en relato, cuando Allen no esté. Sólo él puede, de pronto, evocar una película antigua con tantísima naturalidad, como cuando se cita Retorno al pasado de Jacques Tourneur -¡oh, maravilla!- y nos acordamos de Robert Mitchum, pelele en manos de la femme fatale Jane Greer.
Israel Paredes escribía en su reseña de la película para Dirigido por (número de este mes de octubre) que Allen se ha instalado desde hace tiempo en la comodidad, en el lugar común, en lo ya conocido. Y a mí que me parece que algunos críticos sesudos no entienden ni entenderán que el valor del cine de Woody Allen es precisamente ese, entregarnos de año en año su maravillosa y balzaquiana novela en marcha, repleta de lugares y personajes absolutamente reconocibles. Con todo, nada tiene que ver una obra dramática de época como Whonder Wheel con este Día de lluvia en Nueva York, y ambas constituyen, a mi juicio, dos de las mejores obras de este último tramo de la filmografía del cineasta.
En su última película Woody Allen vuelve a homenajear a Nueva York, constituyendo otra oda a la ciudad, en este caso bajo la lluvia que enmarca los acontecimientos, el ir y venir de los personajes por la comedia de la vida. La lluvia melancólica que empapa Central Park, las aceras donde el amor y la vida suceden, los cristales de los taxis amarillos, el enredo sentimental, la mitología de la ciudad amada. Podríamos decir que Woody Allen lo ha vuelto a hacer y que, sobre todo, Día de lluvia en Nueva York es una obra libre, porque se ha liberado de quienes pretendían silenciarla y estrangularla con unos métodos más propios de una caza de brujas. Por eso Día de lluvia en Nueva York resuena más profundamente en el corazón de quienes sentimos al cineasta neoyorkino como uno de los nuestros, como un amigo que nos cita de tiempo en tiempo en un cine para que nos sigamos reconociendo en sus películas.