Andrei Rublev bajo la nieve

“Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos”.

Rublev al campanero Boriska.

En una de las notas al pie que conforman los desdoblamientos de la extraordinaria El año del búfalo de Javier Pérez Andújar leo y subrayo con lápiz: “La escritura es siempre más profunda que el cine. Es un abismo lo que hay entre ambas”. Desde mi cinefilia confesa suelo rebelarme ante quienes menosprecian el poder del cine como arte profundo y lo hago citando algunos artistas que el cine ha dado, entre ellos aquel escultor del tiempo que fue Andrei Tarkovski, con cuyo cine me reencuentro visionando Andrei Rublev, una obra monumental que se interna en la brumosa biografía del monje-pintor.

Para su caleidoscópico libro Pérez Andújar usa una fuente fundamental que es el libro de Fernando Vizcaíno Casas, 1973/ El año en que volaron a Carrero Blanco. ¿Dónde estaba Tarkovski en 1973? Entre Solaris y El espejo. Ahí es nada. En un viaje a Madrid, para una grabación televisiva, hago mi habitual incursión en La Central de Callao, y me hago con un breve ensayo sobre El espejo. Pienso en las tres horas de Andrei Rublev, en la pasmosa Edad Media filmada con su crudeza lúgubre y en el arte de aquel pintor medieval filmado por Tarkovski. Pero también pienso en el triunfal Vizcaíno Casas de la transición, al que me lleva Pérez Andújar en El año del búfalo, aquel Vizcaíno con sus libros oportunamente tardofranquistas, a su modo hombre de cine, autor de un Diccionario de Cine Español, entre otros escritos cinéfilos. Le leo en el dietario Un año menos, fiel al franquismo, sin cambiarse la chaqueta, muriendo por sus ideas, pero de muerte lenta, como pedía Brassens a la vieja usanza trovadoresca.

Pero me estoy desviando de Andrei Rublev y el itinerario espiritual y pictórico que dibuja con la irrupción final del color. Cada cual sueña el cine como quiere y lo mezcla con la vida. Mi padre compró su ejemplar de Un año menos en una librería gaditana que hoy no existe. La librería Dulcinea, en la calle Nueva, número 6. Los libros pueden guardar hasta la memoria de donde fueron comprados. Basta con haber dejado ahí ese rastro librero y atesorar las huellas de la biblioteca paterna como un tesoro.

Andrei Rublev es arte infinito y exigente. Podría ser buena idea verla en doble sesión con El séptimo sello de Bergman, como si viajáramos a la entraña misma del oscurantista medievo. No entraña esta propuesta de doble sesión ningún tipo de masoquismo cinéfilo, salvo para espectadores de cultura cinematográfica escasa. Bergman llegó a decir que el Andrei Rublev de Tarkovski era lo mejor que había visto en su vida. El cineasta sueco en dialogo perpetuo con el ruso.

David Thomson, al que hay que citar a menudo, cruzaba Andrei Rublev con El loco del pelo rojo, la película de Vincente Minnelli sobre el atormentado Van Gogh con Kirk Douglas de protagonista. No es que tuvieran mucho que ver una y otra salvo que ambas estaban dedicadas a un pintor. En Andrei Rublev importa el desgarro del contexto, la amoralidad de un mundo en descomposición, deshecho. La búsqueda del pintor de iconos Rublev en tales circunstancias tiene mucho de epopeya, perfectamente ilustrada por la cámara del cineasta ruso.

La dificultad de Tarkovski a la hora de abordar al pintor ruso tuvo que ver con la propia escasez de datos biográficos con los que contaba. La película no es solo la radiografía de un artista sino un fresco histórico en el que palpitaban los cimientos de la propia Rusia con todas sus convulsiones. A Rublev no lo vamos a ver en su taller, sino en movimiento constante. Tarkovski trata de situar al personaje en medio de una tierra desolada y hostil, marcada por los constantes enfrentamientos e invasiones de tártaros y mogoles. Esto conduce al pintor a una crisis espiritual profunda. Su arte en movimiento ha de asumir la barbarie de su tiempo. Pintará en medio del caos. Esa brutalidad nada tenía que ver con la paz monástica de la que procedía. Todo lo que ve le turba y pone en juego su fe.

Tarkovski filma como artista. Va en busca del alma rusa. Se enfrenta a la adversidad de quienes no le comprenden. Posee la mirada del genio que es capaz de dialogar con el mismísimo Francisco de Goya. No renuncia al clasicismo en la forma de contar, de narrar. Es difícil sentirse al margen de lo que esta película nos trasmite en los distintos episodios que la componen, prólogo aerostático incluido. El artista y su tiempo. Rublev y la realidad cambiante y abigarrada que se abre ante él.

La imagen de un bufón satirizando a los boyardos. El humor y luego la violencia de dos individuos peleándose en un barrizal antes del apresamiento del juglar. Tres monjes en camino. Faltan los caballos y tendríamos un western. El joven Rublev acompañado de Daniel, su mentor, y de Kiril que se revela como su rival con un punto de envidia hacia quien posee el don del que él carece.  Casi como Salieri y Mozart, citando a Carlos Tejada y su indispensable libro dedicado al cineasta ruso en la colección de cineastas de Cátedra. Esta rivalidad citada se hace evidente en la visita que Kiril le hace al maestro Teófanes el Griego que termina citando a Rublev en Moscú.

Teófanes como una aparición, como un fantasma asediado por insectos. Conversando con Rublev. “Todo es vanidad y podredumbre” afirma el viejo maestro. Acuérdate del viejo testamento -le dice-, de Jesús traicionado por Judas, negado por Pedro, condenado por la turba. En ese instante nos encontramos con una película dentro de otra en la que vemos un instante de la Pasión de Cristo cargando con la cruz en el crudo y níveo invierno ruso. Tarkovski dialogando con las pinturas de Brueghel. Ni más ni menos. La pasión según Tarkovski dos años después de que Pasolini filmara El evangelio según San Mateo, un agnóstico en busca de Jesús de Nazaret. Dos cineastas buscándose a sí mismos.

En otro episodio de Andrei Rublev, el titulado “La fiesta”, fechado en el año 1408, entramos en el territorio pagano de la brujería y de la tentación carnal de Andrei Rublev. La película avanza. El maestro charla con el discípulo que se llama Daniel. La pared en blanco desgarra al artista como la página en blanco al escritor. Todo es confusión, tensión en la relación del arte con el poder. Sutilmente Tarkovski habla de sí mismo, de sentirse en tierra extraña en su propio país, asolado por el régimen comunista que solo quiere artistas a su servicio, propagandistas de su causa.

El hambre, la guerra, la devastación. La búsqueda de la belleza en medio del caos. Por momentos la película roza lo fantasmagórico. Escuchamos la campana que en su tañido revela su verdad fugitiva y tras la campana la memoria del pintor que rubrica con el icono de La Trinidad su obra maestra. Todo eso y mucho más se concentra en ese lienzo filmado que es Andrei Rublev a la que Robert Bird dedicó un breve y luminoso ensayo y Diego Roel un poemario que buscaba al pintor de iconos entre la niebla de los siglos y los vientos de la peste. “Sobre los pinceles mis dedos/ destilaron mirra” escribe el poeta argentino pensando en Rublev.

Tengo a mi padre comprándose Un año menos de Fernando Vizcaíno Casas en una librería gaditana. Le imagino encontrándose con el escritor gaditano y cinéfilo empedernido Fernando Quiñones en la calle Nueva que le habla de Tarkovski y del cine ruso que solía proyectar en Alcances. Mientras termino de leer El año del búfalo de Javier Pérez Andújar remato este texto sobre Andrei Rublev, película fechada en 1966. Y no acepto que la escritura sea más profunda que el cine. La excepción Tarkovski es una de esas muchas excepciones que niegan esa especie de complejo del séptimo arte con otras expresiones artísticas.