Agosto parisino

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Regresar a París. Ensayar el arte del flâneur. Estar en Saint Germain de Pres y pensar en las barcelonesas ramblas, ensangrentadas de fanatismo y odio. París en el corazón y en la palabra, eterna ciudad de todas las visiones, nouvelle vague, chanson de Jacky.  Por el pasaje Jouffroy, por los bulevares, por la chanson y el Sena, por Truffaut y Brel. Tentativas de agotar la ciudad infinita, como Georges Perec. La ciudad de los puentes y los amantes, la de los bohemios y las buhardillas donde un poema arde como forma de explicar la agonía del mundo en uno mismo.

Principio y fin. Torre Eiffel y Notre Dame, símbolos ineludibles. Ser París una y mil veces. Aquella librería, aquel bistrot y la lluvia cayendo lentamente, lánguidamente, melancólicamente.  Tu hija de tu mano, tu mujer al fondo de una calle por la que pasaba a pie Marcel Proust camino de la casa-museo de Gustave Moreau en la Rue de la Rochefoucauld. Proust deslumbrado por Moreau y tú sintiéndote parte de aquella experiencia, entre un cuadro  mitológico de Orfeo y otro de Pasifae.

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Mezclar Phillipe Soupault con Julio Cortázar. Ser Oliveira o Johnny Carter o Julio Ramón Ribeyro por los Jardines de Luxemburgo. Entrar en la iglesia de Saint Sulpice donde se casó Victor Hugo o en la de Notre Dame de Lorette donde Claude Monet fue bautizado. Ser París una y mil veces. Y seguir soñándola, como ciudad inasible e inalcanzable, que nunca deja que la desentrañemos del todo. Añoranza perpetua del viajero que huye, que está y no está, que se encuentra y se pierde.

Regresar a París donde se imprimieron tantas leyendas. Donde Edith Piaf y Charles Trenet siguen cantándole a la vida. Donde fuimos infinitamente felices y también sentimos miedo, porque ya no hay lugares seguros en el mundo, porque somos tan frágiles como un segundo y la vida pasa aunque a veces nos distraigamos y pareciera que no nos damos cuenta, que no vemos señales ni apercibimientos.

Regresar a París, como si alguna vez nos hubiéramos ido, como si no estuviéramos eternamente surcando la ciudad, agotando sus bulevares, buscándonos a nosotros mismos, como si la Maga fuera de pronto a pedirnos fuego, a invitarnos a un paseo lleno de divagaciones, perdido el rumbo y el sentido, pero sin que ello realmente pudiera importarnos demasiado.