Antonioni en Texas (Peter Bogdanovich in memoriam)
La filmó en un blanco y negro que podía recordar las fotografías de Dorothea Lange sobre la Gran depresión americana o el mundo ruinoso filmado por John Ford en Las uvas de la ira. Aquel blanco y negro era una elección de riesgo importante en 1971 para aquella película impúdica, desgarrada, que arañaba la piel tan profundamente por lo desoladora de aquellas vidas cruzadas en un pueblo de Texas de los años cincuenta. Larry McMurtry, el autor de la novela The last picture show, creó un pueblo ficticio al oeste de Texas, inspirado en un pueblo real, Archer City, ubicado al sur de Wichita Falls, en donde precisamente había nacido el propio McMurtry.
El billar, el cine, la irrupción de la televisión, la música de Hank Williams, la vida con sus rutinas insidiosas, el descubrimiento del sexo y el frío porvenir en las miradas juveniles. Los pozos de petróleo, las relaciones adulteras, el polvo y el viento, los viejos cowboys, la fatalidad. El día que nace y el día que muere. El vox populi, los besos en el coche, el sujetador desabrochado, la pérdida de la virginidad, la condición humana, el deseo con nombre de mujer. Todo ello en acumulación y en la mirada melancólica del cineasta algo del temblor cinéfilo de la Nouvelle Vague.
The last picture show queda como una de las grandes obras maestras del cine norteamericano de los radiantes y feroces setenta. Vuelvo a ella tras enterarme de la muerte de Peter Bogdanovich, octogenario, hombre de cine en toda la extensión de la palabra.
Muere con Bogdanovich una manera de entender el cine casi única, heredera del espíritu de cinefilia de François Truffaut, porque más importante que el Bogdanovich cineasta fue el Bogdanovich cinéfilo que escribió apasionadamente textos y libros de cine absolutamente inspiradores. Fordiano hasta la médula, Bogdanovich lo mismo profundizaba en Buster Keaton que seguía las huellas rockeras de Tom Petty. Podía compartir aventura experimental con Orson Welles -véase Al otro lado del viento– y hasta aparecer en un documental sobre Dean Martin con esa melancolía que solía arrastrar en el semblante y esas gafas de sol ocultando sus ojos.
Le veo ahora en la portada de un libro titulado sencillamente Peter Bogdanovich. Interviews en edición de Peter Tonguette. Su cine merecía también las atenciones que él había tenido para otros colegas, genios indiscutibles con los que llegó a tutearse, con los que conversó largamente. Había debutado en 1968 con Targets, pero en donde logró alcanzar la gloria fue cuando se le presentó la oportunidad de rodar The last picture show, tras la que llegaron ¿Qué me pasa, doctor?, Luna de papel, Daisy miller o At long last love. De todas ellas, poca tinta elogiosa se vertió sobre Daisy Miller, aquí llamada Una señorita rebelde, en la que supo trasladar a la gran pantalla el espíritu de la novela de Henry James, la misma década que Truffaut buscó a James en su magistral pieza mortuoria La habitación verde. Daisy Miller y La última película tenían en común a Cybill Sheperd, de la que el cineasta neoyorkino se enamoró perdidamente mientras la acariciaba con la cámara en la película que los unió.
A finales de los setenta Bogdanovich rueda otra película importante Saint Jack con un espléndido Ben Gazzara, manejándose por una tumultuosa Singapur, antes de entrar en los procelosos años ochenta en los que tras filmar otro de sus aciertos tras la cámara, Todos rieron, sufre un serio revés cuando es asesinada Dorothy Stratten, una de las protagonistas de aquella película, de apenas veinte años y nueva musa del cineasta. Aquel mazazo marcó el devenir del cineasta que escribió un libro sobre aquel terrible suceso, The killing of the unicorn. A partir de ese momento comienza un periodo errático para Bogdanovich en lo vital y en lo cinematográfico, con algún destello puntual como el de la noventera Noise off!!!, que en nuestro país se llamó ¡Qué ruina de función!
Más allá de la perdida progresiva de interés por su cine, Bogdanovich no dejó de encarnar la cinefilia y de ser uno de los mejores prescriptores del Hollywood clásico. La última película le revela como cineasta importante y conserva el poder de su sinfonía trágica. “La gente ya no quiere ir al cine. Beisbol en verano y televisión todo el año”. Lo dice la dependienta del cine que está punto de cerrar. Ayer la televisión, hoy Netflix y las plataformas en donde no es oro todo lo que reluce. Siempre el cine en peligro de extinción, hoy, casi entonando su réquiem, salvado por las pelis de superhéroes. Esa nostalgia por la pantalla grande, por los años dorados del cine americano, de donde emergían los sueños, ya está sugerida por Bogdanovich en La última película.
Echan Río rojo de Hawks en La última película, en ese cine que está a punto de cerrar. Una película dentro de otra. La sala de cine como forma de evasión, de felicidad, de encuentro. Como el billar o el béisbol o los flirteos amorosos o las noches de farra que propicia la amistad masculina. No habrá mucho que hacer en un pueblo sin cine afirma el personaje de Jeff Bridges, antes de partir a la Guerra de Corea, que como la visita de Truman, anunciada radiofónicamente, marca el contexto histórico de la cinta, al principio y al final de la película, en el que se mueven los personajes en aquel pueblo pequeño y arenoso, perdido en cualquier parte.
El reparto conjugaba lo nuevo y lo viejo. Unos casi debutantes Jeff Bridges, Timothy Bottoms y Cybil Sheperd formando el triangulo principal. Bottoms despunta como el joven Sonny, desorientado y frágil, que termina en brazos de la mujer del profesor de Educación Física, en una relación amorosa marcada por la derrota y el desengaño. Bottoms y Bridges son dos muchachos de condición precaria enamorados de una chica de buena posición, pero algo díscola y caprichosa. Bridges rueda en un intervalo de apenas dos años, La última película y Fat city de John Huston, dos joyas del cine de los setenta. Hay quien no supo verle como parte de los desposeídos de la América Rural y sureña. Demasiado guapo para encarnar la miseria. Pero, en estos años, Bridges dio reiteradas muestras de talento interpretativo.
Después está el mundo adulto representado en La última película por la patriarcal figura del vaquero Sam, el león, propietario del cine y la sala de juegos, interpretado por el oscarizado Ben Johnson, cuya muerte propicia un desmoronamiento anunciado en las vidas del pueblo. También están, entre las actrices, una estupenda y oscarizada Cloris Leachman junto a Ellen Burstyn antes de El exorcista y Alicia ya no vive aquí y Eileen Brennan antes de El golpe, como la camarera Genevieve que charla con Sonny y le sirve las hamburguesas en el local donde suena una máquina de discos y la vida pasa como si tal cosa.
Todo un mundo de insatisfacciones recorre la película que a la manera de un western polvoriento tiene su duelo a puñetazo limpio entre Sonny-Bottons y Duane-Bridges en pugna por el corazón de Jacy-Shepherd. Entre las secuencias antológicas de la película está la del momento en el que Sonny toma entre sus brazos el cuerpo yerto de Billy, el joven disminuido psíquico, mortalmente atropellado por un camión de mercancía. Esa muerte tiene también su simbolismo, porque Billy encarnaba cierta inocencia perdida en el pueblo.
La última película, llena de momentos dramáticos reveladores, daba su último suspiro con un plano rotundo de la calle mayor de Anarene. Podemos sentir en ese plano final la ventisca que subraya toda la desolación del lugar y de sus gentes.
Bogdanovich tocaba el cielo profesional con apenas treinta años. Algunos compararon La última película con Ciudadano Kane. Aún se mantenía en cartel cuando ¿Qué me pasa, doctor? se estrenaba en marzo de 1972 y era comparada con La fiera de mi niña. Bogdanovich entre Welles y Hawks. A partir de ahí solo quedaba decaer. No era fácil recuperarse de semejantes ditirambos.
La última película obtuvo ocho nominaciones a los Oscar, dos para el propio Bogdanovich que disfrutaba del momento y no podría olvidar su nombre resonando en las marquesinas de los cines: Una comedia de Peter Bogdanovich. Carpe diem. Instante, deténte. Debía pensar para sí. La cumbre de su carrera antes de asomarse a los precipicios y a los infortunios.
En cierta ocasión Bogdanovich y Welles conversaban, como tantas otras veces. Sale a la palestra el nombre de Greta Garbo. Welles adora su presencia, su aura, su misterio, su magia. Bogdanovich, el más listo de la clase, asentía, pero apostillaba que la Garbo solo tenía dos películas realmente buenas: Camille de George Cukor y Ninotchka de Ernst Lubitsch. Orson miró a Peter y le dijo que una película buena bastaba. “You only need one…”. Quizá la película de Bogdanovich, la que podía representarle por muchas razones, era La última película, a la que regreso con emoción cinéfila la noche del mes de enero en la que me entero de su muerte.