Los confinados
El escritor o el poeta saben de confinamientos, de noches en vela en donde se forcejea para encontrar la palabra precisa, el tono exacto. Cuando procede al encierro se le ve como un bicho raro al margen de bullicios, fiestas y rutinas sociales o laborales. No quisiera atender al teléfono ni a distracciones de variada índole. Va buscando su novela o su poema entre estanterías atestadas de libros. Le persigue la obra en marcha, obsesivamente. En cierto modo elige sus cuarteles de invierno como la mejor compañía posible, aunque haya quien le afee su conducta misántropa, su alejamiento del mundo. Quien escribe sabe del valor de la soledad, de la música de Bach sonando mientras se traza en la hoja en blanco la huella de un endecasílabo. Para algunos esa es la felicidad perfecta. Recluirse entre libros, voluntariamente.
Otra cosa es el confinamiento forzoso de esta extraña inminencia primaveral llena de miedos e incertidumbres. Sentimos la fragilidad del pájaro que ignora la enfermedad o la muerte y de pronto siente una de sus alas dañada. Pero quien escribe ha leído demasiadas veces que se canta lo efímero, precisamente para eternizarlo. Nacemos para morir. Eso lo aprendemos al salir de la infancia, bruscamente.
De pronto un virus agiganta nuestra provisionalidad. Y en los arenales del tiempo escribimos nuestro nombre y buscamos a Dios entre la niebla o al diablo, que allá cada cual con sus predilecciones. Las calles desiertas, la ciudad despoblada y una nostalgia de abrazar al prójimo entre la multitud, de retornar al ruido de las gentes que van y vienen por el mundo siendo circunstancias y acordes. Saldremos de esta, indudablemente. Volveremos a las plazas y seremos canción en las alamedas. Pero no dejaremos de olvidar que pendemos de un hilo y que estamos de paso y que no hay certezas absolutas ni fórmulas de inmortalidad.
Cuando el virus sea historia seguirán los escritores y los poetas entre cuatro paredes. Es esa su manera de darle cuerda al reloj. Sonará Bach, por ejemplo las Variaciones Goldberg interpretadas por Barenboim. Y el mundo seguirá divirtiéndose fuera como si no hubiera un mañana. Algunos escogerán el silencio o el susurro y otros el ruido. Volveremos a las rutinas cotidianas, pero no olvidaremos la lección de estos días de enclaustramiento que nos acercan más los unos a los otros para apreciar el instante, el ahora, esa luz solar que entra por la ventana y nos pertenece o ese mar, ahora lejano, que nos espera el próximo verano o ese poema fugaz pero eterno, que al leerlo cobra ahora su verdadero sentido.