Fernando Quiñones y José Manuel García Gómez

José María Pemán, Fernando Quiñones y José Manuel García Gómez. Lectura en el Aula de Literatura del Ateneo de Cádiz. Años 60.

Nacieron los dos el mismo año, 1930. Mi padre, el poeta José Manuel García Gómez murió en febrero del año 1994, el mes en el que Fernando Quiñones había venido al mundo. Mi padre nació a mediados del mes de noviembre y por esas mismas fechas del año 1998 Fernando Quiñones emprendió el viaje definitivo, del que nunca se regresa.

Ambos, Fernando y mi padre, dejaron su huella y personalidad en revistas literarias de posguerra. Fernando en Platero, mi padre en la revista Caleta que pudo haberse llamado Goleta. Tanto uno como otro llevaron la ciudad de Cádiz impresa en el alma y por eso mismo Cádiz les dolía, por su indolencia y dejadez, por esa eterna decadencia y también por el Carnaval del que terminaron desconfiando pese a considerarlo genuino arte popular. Querían una ciudad más allá de febrero, popular pero también culta y cosmopolita, que no muriera víctima del ensimismamiento. Y cantaron a la urbe en medio de las olas, pero sin piropos extenuantes, como en ese poema de mi padre a la ciudad vista desde la Torre Tavira donde hay un deje melancólico en la oda rebosante.

El gaditanismo de Fernando y el de mi padre tenían mucho que ver. Ambos conferenciaban sobre el arte flamenco en los años cincuenta de posguerra. Quiñones se terminó convirtiendo en un flamencólogo de pro, de Cádiz, sus cantes y más allá. Cantaba entonces Chiquito de Cai por la esquinas y mi padre perseguía alegrías, farrucas y perfumes de mujer por el Callejón del Tinte. Ambos cantaron a la Semana Santa, a su modo. Uno como pregonero de traje impoluto en noche de marzo. El otro como poeta heterodoxo y de guardia. Búsquese su poema al Nazareno de Santa María, enorme fogonazo en su libro Circunstancias y acordes, luego parte de las Crónicas del 40.

Todo eso pertenece al territorio de la niebla. Fernando y mi padre caminando por una ciudad que ya no existe. Y más tarde, años sesenta, carteándose. Uno en Madrid desde su trabajo en Selecciones del Reader’s Digest, calle Núñez de Balboa, 45 Duplicado, Madrid. Otro en la calle Cervantes de Cádiz, número 22, donde paraban ilustres poetas  como José Hierro en una de sus visitas a la ciudad.

A veces llegaban cartas como caricias. Fernando pidiéndole poemas a mi padre para Cuadernos Hispanoamericanos y para Poesía Española. Mi padre llevando en el Diario de Cádiz la página literaria Domingo Letras. Fernando enviándole cosas de un tal Borges o sumándose a un homenaje a Cernuda en el Ateneo o contándole que ultimaba De Cádiz y sus cantes y que pronto le enviaría el poemario En vida, hermoso poemario antes de las Crónicas en el que Quiñones mezclaba Mozart con Melchor de Marchena como Vázquez Montalbán mezclaba Catulo con la Piquer.

Mi padre presentó a Fernando en el Ateneo cierto atardecer gaditano en presencia de Pemán. Se escucharon algunos relatos de La guerra, el mar y otros excesos. Cuando murió mi padre Fernando recordó su gesta de salvar de la demolición el Arco de la Rosa, gesta reiteradamente ignorada en la ciudad de las mil placas y los mil olvidos. Fernando también salvó Cádiz del tópico con su asombrosa literatura donde supo tocar todos los palos.

A los dos, los imagino conversando, en un cielo imaginario de ángeles cantores. Ni la biografía oficial –en su día- ni los académicos actos, tan justos y necesarios, han recordado ni recordarán la relación que ambos tuvieron, una relación que explica muchas cosas de aquel Cádiz literario de los cincuenta y sesenta. Por eso tiene sentido esto que escribo, veinte años después que nos dejara –profunda pena- el creador del pirata Cantueso, de Hortensia Romero o de Joaquín Quintana, alter-ego que se dejaba ver en su obra maestra, El coro a dos voces.

Postdata: No se fíen de todos los que dicen amar ahora a Quiñones. En vida no lo valoraban tanto. Suele pasar. Tampoco se fíen de los que dicen conocer su obra y no han leído ni un tercio de la misma. También suele pasar.