Memoria de un Ángel
El poeta roteño Ángel García López se asomó con apenas veinte años a las páginas de la revista Caleta que dirigía mi padre, el poeta gaditano José Manuel García Gómez. Hoy traigo a la memoria aquellos versos juveniles. En la sexta marea de Caleta, a mediados de los años cincuenta, dejó un soneto amoroso, y a partir de ahí su presencia en la revista fue casi constante. En aquella Caleta impetuosa y salobre fueron apareciendo, casi consecutivamente, los siguientes poemas: “Segunda evocación para el amigo muerto”, “Soneto amargamente escrito”, “Esto será una tarde”, “Al pastorcito del Rocío” o “Canción para mi siega”.
Caleta va a recibir algunas de esas primeras tentativas líricas del poeta que desembocarían años más tarde en su primer libro, el estallante y luminoso Emilia es la canción, publicado por Alcaraván en 1963. Soneto a soneto el poeta le cantaba al amor, a su musa cierta. Para ese primer libro le retrató el pintor Gutiérrez Montiel. Cantaba Ángel enamorado del amor: “Por ser tu boca tanta, tan segura/ y abril tan loco y poco recatado/ yo llegué hasta tu labio desbocado/ en busca de tu boca y de tu aventura…”. Emilia será siempre la canción del poeta. A mi padre le dedicó un ejemplar de ese poemario con estas palabras: “A José Manuel García Gómez, compañero de los primeros sueños de Caleta, amigo queridísimo “en el tartesio llano, por donde acaba España y sigue el mar”, guiño a una de las parábolas machadianas. Ángel le dedica a mi padre ese ejemplar en mayo de 1963. En este otro mayo de 2020 repaso esa dedicatoria que incluye una tarjeta del poeta con sus señas madrileñas de la calle Colombia.
Juan Ruiz Peña, poeta olvidado, prologaba la primera aventura poética de Ángel García López encomendada amorosamente al Romance del Conde Arnaldos: “Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va…” Y Ángel fue diciendo su canción sucesivamente. Su poesía fue enriqueciéndose con el tiempo, hasta volverse elegiaco en sus últimas entregas. Releo los homenajes literarios de Universo sonámbulo o las páginas que la nieve del tiempo deposita en Cuando todo es póstumo. El poeta llega hasta su lágrima. Alarga el verso hasta el infinito y nos dice al oído que tan solo existe el pulso de un reloj lastimado que enferma cada día por dentro sin saber cuál su tiempo.
Al releer al poeta me acuerdo de mi padre, de la poesía compartida en aquel tiempo donde aún dolían la guerra y la posguerra, el mar embravecido, la sangre de los pétalos. El verso abríase en mitad de la noche como el rasguear de una guitarra, como la misma flor abierta hacia la primavera misma de la vida. Mi padre y Ángel se encontrarían varias veces. Acordarían encontrarse otras tantas. Uno de esos encuentros cargados de poesía y afecto tuvo lugar en una Sevilla otoñal de 1954. Aquel día hubo foto de hermandad lírica en los Jardines de Murillo. Posaron en aquella instantánea Manuel Mantero, Ángel García López, Generoso Medina, Manuel García Viñó y mi padre, veinte años antes de que yo viniera al mundo. El porvenir se dibuja en los rostros juveniles e impacientes. Más allá de lo incierto la juventud es futuro, es luz, no debiera pesar en los párpados. Al mirar la foto pienso en la promesa del verso venidero, en el balcón abierto de los futuros encuentros, en la claridad de la vida por vivir. Mi padre y Ángel comparten esa luz y esa canción.
Reviso algunas de las cartas que se cruzaran. El roteño dirigía la revista Capitel, la Caleta jerezana, y también le pide a mi padre algún poema para la misma. Hay una calidez en esas líneas que se intercambian, como aguardando la posibilidad de verse en Cádiz, en Jerez o en Sevilla, allí donde la poesía y la amistad pudieran encontrarse. Ángel considera Caleta la mejor revista andaluza de aquel momento, junto a la malagueña Caracola. En esas cartas que hoy repaso hay un trozo de vida que no regresa, hay un latido exacto de poesía necesaria como el pan de cada día.
La vida iría separando los caminos de Ángel García López y mi padre. Aún en 1973 le manda dedicado un ejemplar de Elegía en Astaroth. No pueden olvidarse aquellos años de Caleta y Capitel, aquella juventud primera en la que el verso se derramó como un súbito temblor de inocencia y de espera. Por eso mismo los versos de Ángel volverían a cobijarse, ya maduros y plenos de conocimiento y técnica, en la última Caleta, la de 1976, dedicada a Miguel Martínez del Cerro y a Pedro Pérez-Clotet. Para aquella última marea entregó un poema titulado “Estatua yacente” que escogí para recitar en la Semana Universitaria del Libro que la Universidad de Cádiz ha tenido a bien dedicar al enorme poeta roteño.
Hoy me acordé de Emilia es la canción, de los amores cantados, de las canciones susurradas en los arenales del recuerdo. Hoy quise acordarme también de la grabación que le hicimos a Ángel García López para el documental En medio de las olas dedicado a mi padre. Hoy quise rebuscar en todo aquello, en las viejas cartas y en las viejas dedicatorias con la asumida melancolía de esta doble cuarentena que me habita.